Nothing fancy

Hace unos días estaba ojeando la típica foodiecuenta de Instagram cuando me topé con una foto de una rebanada de pan con queso y rodajas de manzana. La exposición de los colores divina, el contraste del fondo de la foto con el rojo de la manzana ideal. Pero hasta ahí. Pan con queso y manzana. Eso era todo. En la caption de la imagen, la instagrammer describía los productos ahí expuestos. Un pan de masa madre de la panadería artesana X, un queso de cabra de la granja Y, y la manzana era una variedad Z que un colega (al que llamaremos Pepe) cultivaba en cierta parte de la Costa Californiana aprovechando las cálidas temperaturas. Bien. Viendo este post me pregunté a mi misma: ¿Qué es lo que esta persona me está mostrando aquí? ¿Sus habilidades culinarias? ¿Su sensibilidad para combinar sabores? ¿O el refinamiento, poder adquisitivo y agenda de contactos que conforman su cesta de la compra?


Lo cierto es que hay una nueva moda culinaria entre las clases medias-altas educadas. Lo desenfadado está de moda. Cuando vamos a comer, ya no queremos rígidas normas de etiqueta mientras un pingüino nos trata de ‘señora’. La idea es que te sientas mimada pero como en casa, como esos días en los que decides comer en el salón en vez de en la cocina. Pero no cualquier salón. Esta no es una estancia con sillones de Ikea detrás de un televisor y una ventana a un patio de luces. La fantasía viene con mobiliario de diseño, luz natural, plantas y cuadros. Al final, qué es el desenfado sino un marcador de clase más para quien no necesita demostrar una supuesta sofisticación que ya tiene por derecho. 


Cuando vivía en Londres trabajaba como camarera en un modesto restaurante italiano regentado por dos hermanes italianes que habían migrado para mejorar su calidad de vida y la de su familia. Era de estos restaurantes de barrio que tras Brexit se tuvieron que apretar el cinturón nivel maestro y no formaban al servicio en las performatividades de abrir una botella de vino o ser diestros con la bandeja, sino en hacer upselling para que la Margherita de £8.99 acabara costando £12. (Las pizzas muy ricas, por cierto). Recuerdo un día ir a trabajar con un pantalón de chándal negro (nuevo, de corte mom y con una camisa negra a juego, quiero decir, que no es que pareciese que iba a jugar un partido de baloncesto) y mi jefe me llamó la atención. Me dijo que no volviese a aparecer así, que este era un “establecimiento respetable” y no llevaba 8 años dejándose la piel en su restaurante para “perder credibilidad y respeto” porque a su personal de servicio le apeteciese aparecer en chándal. Acepté el rapapolvos y al día siguiente me puse unos vaqueros.


Ese mismo fin de semana cené (tras hacer una cola de dos horas) en Padella, un ‘pasta bar’ con sedes en Borough Market y Shoreditch, muy de moda entre la gente foodie. Este local es conocido por su riquísima pasta fresca, cuyo plato más caro no supera las £16, y por no tener congelador; como me dijo con orgullo la simpatiquísima camarera vestida con UN CHÁNDAL GRIS OSCURO Y UNA CAMISETA DE ALGODÓN. Me quedé ojiplática ¿Cuál era la diferencia entre mi trabajo y ese lugar? En mi opinión, la respuesta podría resumirse en “contexto”. El contexto de clase de lxs dueñxs de ambos restaurantes y cómo su correspondiente capital económico, cultural y social abre sus puertas a un nicho de mercado distinto. Mi trabajo estaba regentado por unxs hermanxs de clase media italiana que al llegar a Londres, aunque recibieron educación universitaria inglesa, se convirtieron en clase trabajadora como migrantes de generación cero del sur de Europa. El restaurante está en una zona de clase trabajadora del Norte de Londres, en la que los únicos agentes gentrificadores dirigidos a la clase media son un par de cafés de especialidad y dos grandes residencias de estudiantes. Es decir, este restaurante es de gente del barrio para el barrio. Por otro lado, Padella es uno de los locales propiedad de dos hermanos británicos que tras sus “múltiples viajes” a Italia decidieron abrir un restaurante centrado en su cultura culinaria. En conclusión, Padella es un restaurante hip que ve como nicho de mercado al turista/foodie que se pasa por Borough Market dispuesto a pagar £10 por una pinta y un choripán mientras que mi trabajo se considera un restaurante pequeño y humilde que da de comer al barrio y a la comunidad italiana de los alrededores ¿Por qué la ansiedad de mi jefe por parecer “respetable” y por consiguiente de controlar mis pantalones? Porque lo que es realmente “sencillo”, de barrio, con su tener que bajar la calidad de la materia prima post-Brexit y su “véndeles la mozzarella di Bufala que si no cerramos”, necesita adherirse a unos códigos de etiqueta dentro del mundo culinario que, irónicamente, el propio mundo culinario considera manidos, obsoletos y pretenciosos. Y es el hipster, el foodie de clase media alta quien al entrar en un restaurante diáfano con la cocina al descubierto, vajilla de diseño desparejada y una exquisita feed de instagram; se va a sentir como en casa al ver a la majísima camarera en chándal. Es el quiet luxury culinario, donde los suficientes marcadores de capital social, y cultural permiten construir espacios donde desenfadado y descuidado llegan a ser antónimos.  

Este ‘desenfado’ comodifica, muestra y hace aspiracional una forma muy particular y concreta de confort, sencillez y ‘estar como en casa’. El mismo desenfado que permite a una creadora de contenido subir una preciosa foto de pan con queso y manzana, cuyo valor aspiracional se encuentra en el precio y exclusividad de los productos, pero aún así se viste de sencillez y modestia.  

  

¿Qué estamos vendiendo, amor y mimo al producto? ¿O clase media alta, capital cultural y poder adquisitivo? Yo creo que ambas conviven en Padella. Sin embargo, no puedo evitar sentir un sentimiento de rabia e injusticia sabiendo que mis jefes tuvieron que cerrar y migrar de nuevo, mientras que los hermanos de Padella siguen haciéndonos hacer colas de dos horas para poder degustar lo que aprendieron en una de sus vacaciones. 

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