Derecho a improvisar

Madrid, un jueves cualquiera 12.34hs. Reviso algunos mails y veo el whatsapp abierto. Mis amigas y yo estamos intentando decidir dónde cenamos mañana: surgió el plan de improviso, porque coincidimos todas por primera vez desde hace unos meses. Nos apetece algún sitio bonito, queremos además comer bien y, quién sabe, acabar saliendo. Empieza entonces la ‘Misión Imposible’, la búsqueda del Cáliz Sagrado, la Operación X. Todas tenemos listas de restaurantes que queremos probar y estamos, en paralelo, buscando en diferentes. Nada, imposible. No es posible reservar para la noche que usted desea, puede apuntarse en lista de espera.

En mitad del desasosiego me acuerdo de que hace no tanto salíamos por Malasaña y acabábamos entrando en algún lugar de Chamberí y te decían que esperases 20 minutos que te montaban la mesa. Te hacían un hueco en la barra, te sacaban otras sillas en la terraza. “Él o ella te lo apaña” era mi pensamiento favorito de la tierra cuando estaba en la puerta de un restaurante pidiendo una mesa sin reserva alguna y con la frescura que da el deseo spensierato, una palabra en italiano que me encanta. Significa ‘algo nada pensado, algo surgido, algo ligero’. Seguro que a partir de entonces nos darían de comer y de beber, nos arreglarían la noche, cabríamos en alguna esquina de aquel espacio por minúsculo que fuese.

Era un Madrid en el que podía pasar de todo. La incertidumbre favorecía el asombro y la improvisación aseguraba un punto picante. Yo me sentía exploradora de lugares de los que alguien me había hablado o que me había encontrado paseando por la ciudad de forma errática. Cada nuevo lugar era una conquista y una aventura y ahora me he convertido en exploradora de la pantalla buceando para cazar la recompensa de la mesa.

Y la verdad es que, mientras muevo mi dedo por el ratón del portátil en busca de restaurantes, calendarios, días, horas y disponibilidades, no tengo ni idea de a que me dedicaré en 2025, si viviré de alquiler, si me habré casado o divorciado, tenido 2 hijos, un perro o dos plantas. No sé si me habré cortado el pelo, habré conocido por fin la India, o si de repente me gustarán las ostras que ahora odio. No sé si me dará por asentarme o por el té matcha pero tengo que saber que querré cenar dentro de un mes y medio un viernes que ni siquiera sé si estaré en Madrid. Y ni te cuento sobre los conciertos para dentro de un par de años, que te compras con la persona que te gusta, y que sabe dios que acabarás revendiendo entradas o yendo con tu amiga, la que reserva a un mes vista cada encuentro porque ya se ha resignado a dejar de improvisar.

Si seguimos reservando con tanta antelación acabaremos programando la felicidad: sabremos exactamente cuando estamos disfrutando. Será como calendarizar el gozo, agendaremos los encuentros y la seguridad de tenerlos mientras perderemos la chispa y el brillo de lo inesperado. Acabaremos transformando nuestro ocio en una extensión de nuestro trabajo y renunciaremos a lo más nuestro… esa capacidad de vivir disfrutando del ahora como un tesoro preciado.

Quizás podríamos iniciar un movimiento: todos dejamos de reservar y que afloren, como si estuviésemos en el Retiro en primavera, los lugares por orden de llegada. Quién llegue para disfrutar, que se quede, será bienvenido. Sería bonito, sería como vivir en una noche de verano adolescente en la que no había facturas que pagar, vídeos de planes en Instagram y colas en el lugar de moda. Podríamos ser tú y yo conociéndonos y decidiendo que una hora no nos basta, que queremos tiempo y unas bravas en la barra de aquel lugar en el que siempre me hacen hueco.

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