A la sombra de un león

Yo entiendo que ir al Primavera Sound o ver a Green Day son planazos difícilmente rechazables. Que las bodas, a pesar de todo, siguen siendo una cosa divertidísima y más en primavera. Incluso comprendo a aquellos para los que quedarse un sábado de junio en casa tenga su puntito. Pero amigo, esto de salir con los amigos de toda la vida, emborracharse, meterse en el garito más cutre que uno encuentre, abrazarse con todo Dios que lleve una camiseta de tu equipo -¡coño, uno con la de McManaman!-, ahí con todo el mundo tan simpático porque ya se sabe que el Madrid saca lo mejor hasta de las peores personas, y volver a casa con el primer rayito de sol asomando, desaliñado y aún medio borrachillo, y al pasar por la Cibeles querer quedarse acurrucadito ahí mismo, a la sombra de un león, pensando en lo afortunado que es uno por haber vivido, un año más, este día mágico, pues qué quieres que te diga, amigo, que esto es inigualable, que no sé si estamos preparados para la felicidad plena pero desde luego esto es lo más cerca que he estado de experimentarla.

No sé por qué he empezado a contar la historia por el final, si esta, como todas las grandes historias, tiene un principio. Debían ser las 21:00 horas cuando el árbitro pitó, pero el partido había empezado a jugarse mucho antes. En Londres, en Madrid, en el resto de España y en todo el mundo, cuando los madridistas calcamos, paso por paso, la exacta rutina, cada uno la suya, de otras finales. La de hace dos años, la de hace seis, la de hace diez. Hay alguno que tirando de manías llega hasta 1998.

El tío de mi amigo Carlos tiene por costumbre, desde el gol de Mijatovic en La Séptima, correr media maratón cada día de final de Copa de Europa. Tiene 62 años. Yo me hago con la bici el mismo recorrido que en 2022, mi enajenación es tal que hasta tengo que escuchar las mismas canciones en el mismo orden -fundamental esto- y los mismos podcasts para considerar así que tenemos una mínima opción de vencer. Lo contrario sería una negligencia por mi parte. Tampoco conozco amigo que no repita camiseta ni lugar donde ver la final.

Hasta el más sensato se atribuye de manera egoísta el poder de incidir en el resultado con sus actos rutinarios, asumimos con naturalidad nuestra parcelita de responsabilidad en el hipotético triunfo. Y al revés. Cuando Pablo me preguntó hace meses si íbamos al concierto de Green Day el sábado uno de junio yo le respondí que si estaba de coña. Haz lo que quieras, pero como no gane el Madrid te juro que te retiro la palabra, porque habrá sido por tu culpa, puto loco. A veces pienso que lo verdaderamente irracional, lo de estar de auténtico manicomio, es cambiar de rutina y sentarte esta vez no en el sofá de siempre sino en aquella butaca.

Por eso todavía me sorprendo cuando algún amigo cercano ante un día así me pregunta ¿dónde vas a ver el partido?, como si me acabase de conocer. Pero con quién lo voy a ver, criatura, pues lo veré en casa con mi padre, mi madre y mi hermano, como llevo haciéndolo las últimas seis finales. Son tradiciones como las uvas, lo has hecho así toda la vida sin preguntarte por qué. Tampoco hay que encontrarle una explicación cabal, sensata y racional a todo. Dónde vas a cenar en Nochevieja este año, alma de cántaro, pues en casa de tu abuela, como lo llevas haciendo los últimos 35 años, no te vas a poner ahora a improvisar. 

Le preguntaron a Jabois si ya, después de tantas finales, todavía hay algo de nervios. Dijo que no sólo eso, sino que cada vez se pone más nervioso. Le comprendo, como en casi todo. Tú crees que este año es distinto, que ya eres adulto y no es lo mismo, que has visto muchas finales y que esta vez lo podrás afrontar con la serenidad y el temple del veterano. Pero chico, es terminar de comer y te das cuenta que estás igual de nervioso que la primera vez. Es una bellísima sensación  porque descubres inesperadamente que todavía mantienes la capacidad de ilusionarte y, por añadidura, de sorprenderte, y eso a estas alturas de la película se celebra como un gol. 

En realidad estamos aquí por el folclore. Lo que más nos gusta de las finales es todo lo que ocurre antes y después de los 90 minutos. La liturgia. La entrada al campo de los equipos y la celebración del campeón. El ritual por encima del juego. Y después de eso, lo de siempre. La comedia. Vuelta a las mismas rutinas de años anteriores, también en la celebración. Volver a abrazarse con los amigos, volver a cantar, volver a emborracharse. Si una vez salió bien, ¿para qué tocarlo? lo irracional sería abandonar las buenas costumbres. No es superchería ni superstición, sólo racionalidad.

El final de la historia ya lo sabemos. Volver a casa, borrachillo y desaliñado, y pasar por la Cibeles y quedarse medio dormidito a la sombra de un león. Y decirle al oído, ahora que no nos ve nadie y que tiene un poco de tiempo antes del jaleo de esta tarde, que una final de Champions sigue siendo el mayor homenaje que conozco a los amigos, a tus padres, a la gente a la que quieres. Y que yo esto no lo cambio por ningún plan, y que sin ella no quiero nada, ni primavera ni revolución.

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