Abrí los ojos con esa lentitud que te regala el no haber dormido apenas el día anterior. Era un día tan normal como cualquier otro. Lo único que hacía especial a aquel sábado era que comíamos en casa de mi hermano y que yo había dormido la friolera de cuatro horas. Y eso que el viernes sólo íbamos a pescar pero, como de costumbre, la noche se complicó y acabé llegando a casa a las tantas.
Después de comer, mi cuerpo me pedía descansar. Porque hacerse mayor también es eso, querer recuperar horas de sueño. Así que me di un baño en la alberca y decidí buscar un sitio en el que poder descansar.
Encontré un remanso de paz entre los ladridos de los perros a la sombra de un peral. Era un árbol enorme. Sus hojas agitadas por el viento se convertían en una melodía hipnótica que convertía la tumbona de plástico en la que me eché la cabezadita en la cama balinesa más cómoda del mercado. De aquel momento no recuerdo nada más hasta que Turco, uno de los perros de mi hermano, me despertó a lametazos. Que a mi no me importa que me despierten con un beso, faltaría más, pero tal vez no fuese el que esperaba.
Me quedé contemplando el cielo desde esa sombra imperfecta que proyectaba el peral, y junto a la banda sonora de perros corriendo y peras cayendo al suelo entendí por qué la tierra, la naturaleza, es la verdad.
El campo es la vida en sí. A diferencia de la vida de ciudad, en la que creemos que la realidad habita entre humo y asfalto, en el campo las cosas caen por su propio peso. La sombra imperfecta de la que hablaba anteriormente es un claro ejemplo. Dice Jabois en su último libro que la belleza es la falta de armonía, el error en el momento exacto. Y esa imperfección es la que genera armonía en el campo y en la vida.
Por cada fruto que cae al suelo, otro ocupa su lugar. Cada rama que crece desigual a otra en cualquier árbol hace que el sol encuentre su sitio para proyectar luz en algunas zonas que, si esa sombra fuese total y homogénea, jamás llegaría. En el campo la vida se abre paso gracias a la muerte. Hay especies que no viven tanto como debieran y los árboles se retuercen debido a la edad. Las raíces asoman por el suelo y buscan su lugar mientras los insectos se adaptan a ellas. El campo no entiende de ecologistas de asfalto ni de animalistas de carné. La naturaleza únicamente comulga con la lógica aplastante del paso del tiempo, que no es poco.
¿No deberíamos ser nosotros un poco así? Más naturales. Adaptarnos al medio debería ser una necesidad, no una opción. Entender la imperfección como belleza. Ser distintos unos de otros, no buscar la homogeneidad ni una supuesta perfección estética o de pensamiento que nos han querido meter con calzador en la cabeza. Abrazar las arrugas y las canas, las medias sonrisas, evitar ser esclavos de una vida artificial.