A Susan Sontag le encantaría Saltburn

En una cultura cuyo ya clásico dilema es la hipertrofia del intelecto a expensas de la energía y la capacidad sensorial, la interpretación es la venganza que se toma el intelecto sobre el arte (S. Sontag)

¿Es necesario que el arte sea interpretado? No sé vosotros, pero en mi caso cada vez que me siento a ver una película, quizás por defecto de profesión, trato de buscar el sentido a cada imagen, a cada gesto. Seguro que el director ha colocado al personaje ahí para que sea el centro de la composición, este movimiento de cámara quiere que centremos la mirada en ese objeto en concreto, este color remite a otra película del mismo director donde trabaja la misma temática. No hay forma de que consiga en muchas ocasiones abstraerme del análisis, ni siquiera un viernes de Filmin and chill o viendo el metraje más anodino. Y es que, cuando vamos al Prado, a la Filmoteca o leemos el último ensayo de Acantilado, es imposible no hacer hermenéutica y buscarle un sentido a aquello que vemos o leemos, puesto que es la propia obra la que empieza el diálogo contigo. 

Pues bien, todo esto viene porque recientemente he tenido la oportunidad de visionar una de las películas más controversiales, poliédricas y sugerentes de este año sobre la que, por supuesto, hay mucha tela que cortar en cuanto a análisis. Me refiero a Saltburn, la película con la que la directora de Promising Young Woman pretendía, además de consolidar su pluma cinematográfica, realizar una crítica a la clase alta de Inglaterra. Hoy no vengo en calidad de analista, sino más bien vengo a defender la película –y otras tantas– simplemente porque me parece que su visualidad y la estética es arrolladora. Es como el debate de este verano: ¿Barbie u Oppeheimer? Aquí también tienes que seleccionar un bando: ¿Saltburn o barbarie? 

Efectivamente, la película no puede ser más simple, pues cuenta la historia de Oliver, un chico que llega a Oxford y se enamora, supuestamente, de Félix, un aristócrata de clase alta. Ese estado de abducción convertirá al propio Óliver en la sombra de su amado y la de su familia, como la propia iluminación recalca en numerosas escenas. Lo más interesante, a mi juicio, es cómo los espectadores se convierten en el ojo de Oliver y contemplan a personajes masturbándose o manteniendo relaciones sexuales en un ejercicio voyerista, aunque algo incómodo en muchas ocasiones. Quizás nos hace sentir displacer al plantearnos momentos que se alejan completamente del cine comercial. Aunque lejos de eso, ya sea por la maestría de los planos secuencia, la ornamentación de la puesta en escena o el uso del color considero que esta película le encantaría a Susan Sontag.

Los motivos son muy sencillos: en un pequeño artículo llamado Contra la interpretación la teórica defiende que, en lugar de hermenéutica, debemos hacer una erótica del arte, reivindicando la forma y la percepción sensible. Es decir, entiende que siempre tratar de extraerle un sentido a una obra implica domesticarla en tanto que la reducimos únicamente a su contenido. Más bien entiende que debemos ‘‘aprender a ver más, a oír más, a sentir más’’. Es decir, debemos dejarnos llevar por la obra y lo que esta nos transmita. No podemos forzar a que diga algo, sino aprender a vivir con la película. Fellini incluso era uno de esos directores que rehuía inteligentemente de la interpretación del cine. Entendía que podía ser importante en algunos casos, pero no esencial. De hecho, no nos hacen falta siempre explicaciones, una escena nos puede hacer vibrar porque simplemente nos conmueve la mirada de los personajes.

Es ahí cuando Sontag habla de la erótica del arte –y del cine–. Por ello, estoy seguro de que Saltburn le gustaría en tanto que es una película que te hace estremecerte en tu asiento y no te deja indiferente. Su visualidad háptica mediante esos planos detalle de la piel mojada de Félix, la ruptura de la cuarta pared, la simetría de los planos cenitales, o simplemente contemplar el trabajo de la luz en las ventanas es algo que no permite dudar de su potencial estético. Me pasó lo mismo con Blancanieves de Pablo Berger. Son películas cuya fotografía me hace vivir con ellas y, solo por ello, me gustan independientemente de cómo estén construidas a nivel narrativo o de si hay un fallo de raccord. Así que, a todos los críticos de Saltburn, déjenme decirles que no pasa nada si la película es una copia de otra o si es un quiero y no puedo, o si es barroca, pero no al estilo sorrentiniano. A veces es mejor sentir más, dejarse llevar, no sacarle la puntilla ni el sentido a todo. Dejemos atrás la generación-de-cristal-cinéfila. No interpretemos cada cosa, ni busquemos sentidos que no nos llevan a nada. Y si a ti también te ha hecho vibrar Saltburn, o cualquier otra película simplemente porque te ha parecido bonita o porque te ha enloquecido el primer plano de ese actor que está de moda, bienvenido al club, encabezado por Sontag, de los eróticos del cine.

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