Amore mio

En Parthenope, Sorrentino no habla de la juventud, grita sobre el amor.

No sé si hay otra radiografía parecida, pero si existe no la conozco. Y no se si quiero conocerla porque luego uno entra en comparaciones y termina yéndose por el desagüe, que es por el lugar por donde dejamos marchar las cosas que no son importantes. Aunque me cuesta creer que alguien haya sido capaz de desnudarnos con tanta delicadeza frente al espejo. No necesitó otra cosa que la belleza para hacernos sentir lo que muchas veces negamos ser: frágiles. Cómo una hoja en otoño, como la nieve en invierno, como un corazón enamorado. Y lo somos porque estamos concebidos para sentir y eso significa que estamos condenados a reír y a llorar, a odiar y a amar, a vivir y a morir. Y no hay otra forma de vivir, de vivir de verdad, que estando dispuesto a asumir los riesgos que corremos cuando nos alejamos de las redes, el teléfono y los videojuegos para entregarnos al mayor milagro, al mejor don de todos, que es el de estar vivos.

Sorrentino no habla de la juventud, grita sobre el amor. Y lo hace sin importar la edad de quienes se sienten atraídos por la belleza de un cuerpo, por la pasión de una noche, por el morbo de un lugar prohibido. Nos mira a la cara y nos dice que estamos en este mundo para amar. Aunque no sea correspondido, aunque duela, aunque signifique estar solos, muertos, rotos. Porque el amor no tiene por qué durar años. Hay muchas veces que sólo dura segundos. Basta con una mirada, con una sonrisa, con una caricia, para que la llama se prenda y todo quede bajo la mano de Dios o el azar del destino, que vienen a ser lo mismo. Porque no hace falta la belleza de la juventud para soñar con un futuro. Tan solo es necesario saber mirar más allá. Entender quiénes somos y qué hacemos en este mundo. No como un objetivo, porque después de alcanzarlo nos inundará un vacío que será el paso previo a la desesperación, el terror y el olvido. Sino como una manera de estar y de mirar al mundo de dentro hacia fuera y no de fuera hacia dentro. Como un primer ladrillo sobre el que edificar lo que aspiramos a ser o lo que creemos que somos. Y esos ladrillos, que los que pensamos que nunca cambiarán terminarán haciéndolo e incluso serán sustituidos por otros, se convertirán en el lugar donde mirar cuando queramos saber hacia donde hemos ido. Serán nuestras pinturas rupestres, nuestros primeros quejidos.

Una vida sin amor, sin pasión, sin deseo, es una vida incompleta. Y no necesariamente tiene que ser entre humanos, porque puede serlo hacia una ciudad o un equipo de fútbol. Simplemente, se trata de ser y no de estar, de mirar a los ojos al futuro y decirle que tienes una muleta para lidiar con él hasta que su asta se te clave en la femoral y mueras intentado expresarte, intentando ser tú hasta el último minuto. Lo contrario, para muchos, será ser precavido. Para mi ser un cobarde más de esos que vagan por las calles con el alma vacía y con el ansia de no haber vivido lo que pasó ante sus ojos. Porque dudaron, se les hizo tarde y desde ese momento, cuando llega la noche, sueñan con ser aquello que nunca se atrevieron. Hasta la vieja escuela napolitana, canalla y señora, ha tenido alguna vez el corazón roto. Y, solamente por eso, saben que han estado vivos y que merece la pena cada segundo de este don que Dios nos ha concedido.

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En Parthenope, Sorrentino no habla de la juventud, grita sobre el amor.

No sé si hay otra radiografía parecida, pero si existe no la conozco. Y no se si quiero conocerla porque luego uno entra en comparaciones y termina yéndose por el desagüe, que es por el lugar por donde dejamos marchar las cosas que no son importantes. Aunque me cuesta creer que alguien haya sido capaz de desnudarnos con tanta delicadeza frente al espejo. No necesitó otra cosa que la belleza para hacernos sentir lo que muchas veces negamos ser: frágiles. Cómo una hoja en otoño, como la nieve en invierno, como un corazón enamorado. Y lo somos porque estamos concebidos para sentir y eso significa que estamos condenados a reír y a llorar, a odiar y a amar, a vivir y a morir. Y no hay otra forma de vivir, de vivir de verdad, que estando dispuesto a asumir los riesgos que corremos cuando nos alejamos de las redes, el teléfono y los videojuegos para entregarnos al mayor milagro, al mejor don de todos, que es el de estar vivos.

Sorrentino no habla de la juventud, grita sobre el amor. Y lo hace sin importar la edad de quienes se sienten atraídos por la belleza de un cuerpo, por la pasión de una noche, por el morbo de un lugar prohibido. Nos mira a la cara y nos dice que estamos en este mundo para amar. Aunque no sea correspondido, aunque duela, aunque signifique estar solos, muertos, rotos. Porque el amor no tiene por qué durar años. Hay muchas veces que sólo dura segundos. Basta con una mirada, con una sonrisa, con una caricia, para que la llama se prenda y todo quede bajo la mano de Dios o el azar del destino, que vienen a ser lo mismo. Porque no hace falta la belleza de la juventud para soñar con un futuro. Tan solo es necesario saber mirar más allá. Entender quiénes somos y qué hacemos en este mundo. No como un objetivo, porque después de alcanzarlo nos inundará un vacío que será el paso previo a la desesperación, el terror y el olvido. Sino como una manera de estar y de mirar al mundo de dentro hacia fuera y no de fuera hacia dentro. Como un primer ladrillo sobre el que edificar lo que aspiramos a ser o lo que creemos que somos. Y esos ladrillos, que los que pensamos que nunca cambiarán terminarán haciéndolo e incluso serán sustituidos por otros, se convertirán en el lugar donde mirar cuando queramos saber hacia donde hemos ido. Serán nuestras pinturas rupestres, nuestros primeros quejidos.

Una vida sin amor, sin pasión, sin deseo, es una vida incompleta. Y no necesariamente tiene que ser entre humanos, porque puede serlo hacia una ciudad o un equipo de fútbol. Simplemente, se trata de ser y no de estar, de mirar a los ojos al futuro y decirle que tienes una muleta para lidiar con él hasta que su asta se te clave en la femoral y mueras intentado expresarte, intentando ser tú hasta el último minuto. Lo contrario, para muchos, será ser precavido. Para mi ser un cobarde más de esos que vagan por las calles con el alma vacía y con el ansia de no haber vivido lo que pasó ante sus ojos. Porque dudaron, se les hizo tarde y desde ese momento, cuando llega la noche, sueñan con ser aquello que nunca se atrevieron. Hasta la vieja escuela napolitana, canalla y señora, ha tenido alguna vez el corazón roto. Y, solamente por eso, saben que han estado vivos y que merece la pena cada segundo de este don que Dios nos ha concedido.

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