El pasado lunes me duché en el gimnasio por primera vez. El agua caliente de la ducha es un poco como aquella chica con la que estuve quedando un par de meses. A veces sí y a veces no. Pero es lo que hay. En casa tenemos problemas con el agua debido a un atasco en el edificio, así que decidí ducharme en el gimnasio. Estaba saliendo de la ducha cuando un chaval al que había visto un par de veces por allí se me abalanzó como Sergio Ramos en un córner. “Tú vives en mi calle, ¿no? Además, tu madre fue mi profesora de inglés”. No sé qué respuesta esperaba el bueno de Fernando, llamémosle Fernando, recién salido de una ducha de agua fría y liado en una de esas toallas de microfibra que no secan un pimiento pero son cómodas de transportar porque no pesan nada. “Seguramente te haya dado clase, le ha dado a medio Cádiz” le dije medio mojado y secándome como podía. No le ponía cara a Fernando de primeras, pero poco a poco fui ubicándolo. Me pasa con muchos alumnos de mi madre.
Ana “la de inglés” es mi señora madre, tiene una academia y es conocida así por todos sus alumnos. Es curioso cómo la gente en las ciudades pequeñas es muchas veces reconocida por su oficio o por el nombre de sus padres antes que por su nombre y apellidos. Por ejemplo, Paco de Lucía era conocido así por el nombre de su madre, “Paco el de Lucía”. El hijo de Lucía “la portuguesa”. ¿Esto pasa en toda España o únicamente en Andalucía? Qué más da ¿Qué sería de nosotros como país si no fuese por nuestro costumbrismo?
El caso de Fernando es aislado. Conozco a casi todos los alumnos de mi madre al dedillo. Sus alumnos de ahora se me escapan más, ya no paso mucho tiempo allí, pero a sus antiguos alumnos me los sé de memoria. Es más, podría jugarme mi patrimonio a una rueda de reconocimiento en la que tenga que adivinar el nombre del alumno, a qué hora iba a clase, el colegio al que ha ido, qué ha estudiado y si hizo la selectividad en junio o en septiembre. Hay veces que voy por la calle con mi madre y algún antiguo alumno la saluda, se para con ella a charlar y al terminar me pregunta: “Oye, ¿tú te acuerdas del nombre de este niño?” Un clásico que nunca falla. “Pues claro, mamá. Es Fulanito” Creo que nos pasa a casi todos en casa, le tenemos pillada la matrícula a todos aquellos chavales que han sufrido la tortura de los exámenes de verbos de mi madre y sus llamadas a casa porque no habían traído hecha la tarea. Y ellos a nosotros. El caso de Fernando es uno más. No me caben en las manos las veces que me han preguntado en un botellón si soy el hijo de Ana. Cuando era árbitro de fútbol sala, muchas madres se acercaban antes del comienzo del partido muy cariñosas a decirme “Uy, tú eres el hijo de Ana, ¿no?” Eso sí, nunca me decían adiós al terminar el partido. No sé por qué.
La academia está justo enfrente de casa. Además, en el mismo edificio vive mi abuela y también es donde está nuestro garaje, así que nos hemos criado entrando y saliendo de allí. La academia de mi madre es una habitación más de casa. Obviamente he sido alumno - sigo siéndolo- y he sufrido sus exámenes , los innumerables ejercicios de gramática para aprenderme las condicionales y su famosa lista de phrasal verbs con la que uno alcanza la gloria en las redacciones poniendo alguno de vez en cuando.
Si tuviese que describir a mi madre con una palabra, no sólo como profesora, sería dedicación. Tanto ella como mi padre pertenecen a una generación que se ha empleado en cuerpo y alma a profesar amor a raudales a sus hijos. A darles lo mejor siempre. A ponerlos en primer lugar. Sus alumnos no saben la suerte que tienen de tenerla como profesora. Yo a veces no soy consciente de la suerte que tengo de tenerla como madre.