Andando que es gerundio

Andar es algo sencillo. Mecánico si se hace durante un largo rato. En esencia es adelantar un pie y después el otro. Se repite la acción tantas veces como tan lejos quede el destino al que se pretende llegar a pie. Para seres bípedos no tiene mucho misterio. Si de lo que hablamos es de observar a un segmento poblacional durante un largo período de tiempo, un período que abarque décadas o siglos,  ahí ya trascendemos el andar para adentrarnos en lo que se denomina Historia. Dicha disciplina nos demuestra que la humanidad en su conjunto suele andar de una forma tirando a piripi, un paso adelante y otro atrás por maniobra más frecuente. Esa maniobra es la única explicación posible a que un avance tecnológico para con la higiene tal que el bidé esté en franca decadencia cuando no en vías de extinción.

Yo ando. Lo admito. Sin orgullo alguno, puesto que menudo anormal sería caso de jactarme de ello, pero sin tampoco sentirme menos que nadie de los que no caminan. Ando cada día. Esta confesión bien pudiera ser el primero de los doce pasos en una hipotética reunión de Caminantes Anónimos, pero no es tal. Es un hecho a resultas de una hernia de disco hace cosa así de año y medio. De la hernia de disco y del pavor que le tengo a pasar por un quirófano. El fisioterapeuta me instó a andar, y en ello estoy. A diario. Llueva o haga un calor de mil demonios. El primer día que lo hice me sentí subnormal, acatando unas recomendaciones que no tenía muy claro si de verdad me servirían para evitar ser intervenido o era algo más cercano a la santería pedestre y el pensamiento mágico. Casi dos años después tengo que admitir que disfruto muchísimo andar una hora y pico cada día. A veces, inconscientemente, entrelazo mis manos por detrás de la espalda. Alguna vez me he sorprendido frenando el ritmo de zancada al aproximarme a una obra para poder ampliar el tiempo que observo la obra en cuestión sin tener que llegar a detenerme frente a ella. Es decir, he adquirido los hábitos y costumbres de una persona de ochenta años y a la vez me avergüenza un poco no tener todavía esa edad y recurrir a ardides lamentables para proceder a comportarme como me exige el anciano que llevo dentro. Me gustaría mucho ser pensionista, la verdad. El miedo a todo ya lo tengo, encajaría bien entre ellos.

Por cosas de ser una persona obsesivo-compulsiva cada día salgo a andar a la misma hora, y como el recorrido que hago es siempre el mismo, siempre vuelvo a la misma hora de mi caminata diaria. Andar es una actividad poco frenética que, con unas rutinas establecidas, se presta a poca o ninguna sorpresa. Disponer de un circuito establecido e ir a recorrerlo cada día durante largos períodos de tiempo garantizo que puede dar grandísimas satisfacciones a todos aquellos que seáis amigos de verificar que las cosas son como siempre han sido y tienden a un equilibrio constante de mínimos cambios. Me explico: en este año y medio el entorno, la calle, en esencia ha sido siempre igual, con la salvedad de ver pequeños negocios que quiebran y otros que abren. Es decir, suceden ciertos cambios casi imperceptibles si uno camina sin prestar demasiada atención (la quiebra y constitución de pequeñas empresas) que para nada afectan al devenir del todo (la calle en su totalidad, la calle considerada a la manera de un circuito). La verdad es que tampoco es satisfactorio, para qué os voy a engañar: es una especie de rutina trasladada al entorno y los objetos que lo conforman, a lo sumo la constatación de que siempre sale el sol.

Los más kamikazes del gremio de los andadores o caminantes van con música en sus cascos y pertrechados con teflones y zapatillas de película de ninjas en el espacio, con la clase de atuendo con el que uno imagina a Rauw Alejandro personándose en un careo judicial. Flaco favor nos hacen a los que consideramos esta rutina una disciplina que exige una mesura estética acorde a la oda al aburrimiento que es, a ese cénit del mínimo cambio: florituras y excentricidades del palo no hacen más que desvirtuar el inmemorial arte del andar, aproximándolo a la moderna lacra del running. Además que una intromisión musical extradiegética anula ese maravilloso estado de trance en el que te sume el caminar con la atención mínima focalizada en no pisar mierdas ni ser atropellado por un patinete sobrevenido ni tropezarte con terceros, ese estado en el que desaparecen los pensamientos obsesivos por estar tu mente y organismo en un estado de mínima alerta semejante al de un koala echando la siesta. Resulta extraño que una actividad tan elemental -y a la vez tan necesitada de una mínima disciplina en cuanto a repetirse día tras día- funcione de una manera tan eficaz en cuanto a aproximar la cabeza a un estado de paz. La intromisión musical autoinducida también priva de captar partes de las conversaciones diegéticas del resto de transeúntes, por lo general de una riqueza léxica y sonora fascinante si se elige bien el circuito por el que pasear. Mi recomendación en ese sentido es ir siempre por Bravo Murillo para gozarlo con panameños, cubanos, dominicanos y ecuatoriano y bajar luego por Raimundo Fernández Villaverde dirección Paseo de la Castellana para abochornarse con el tono y vocabulario anglófilo de todos los pijazos que por allí viven o trabajan.

Y tres consejos esenciales si os queréis aventurar en el nada emocionante mundo del paseo diario para que este siga siendo siempre justo eso, algo predecible y sin incidentes:

-Ante la tesitura de salir a andar ya cagados o cagándoos, optad siempre por lo primero.

-Llevad siempre dos euros o el bono transporte por si a mitad de camino cae una tromba de agua.

-Jamás intentéis adelantar por la izquierda a la señora del andador, es su codo de agredir y ella muy competitiva.

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