Andar por andar

“Yo paso de hacer el Camino de Santiago, eso es andar por andar” dijo un amigo cuando le propuse durante una noche cualquiera de un año cualquiera irnos todos una semana a hacer el Camino. En aquel momento le habría mandado a quemar a la hoguera de los malos colegas, si no saben cuál es, es justo la siguiente a la derecha de la hoguera de las meigas. Porque un amigo que pretende sabotear un viaje en grupo sigue siendo tu amigo, pero eso se queda grabado para siempre. “Perdona a tus enemigos, pero nunca olvides sus nombres” escuché una vez jugando el modo campaña del Call of Duty Black Ops. Desde entonces me guardé esa frase para siempre.

Ahora que lo vuelvo a pensar, entiendo al bueno de J, no todos estamos hechos para caminar, al igual que tampoco lo estamos para la vida contemplativa. Lo dijo Fernán Gómez en su día: “Estoy muy capacitado para no hacer nada”, yo también, Fernando, yo también. Por eso me gusta pasear.

Puede que esto de caminar sin rumbo -o con menos prisa de lo habitual- lo heredé del lugar del que soy, ese que no tiene prisa y que te permite el lujo de llegar a cualquier lado rodeando la ciudad junto al mar. El mismo que te hace parar para observar cómo está el agua y si hay pescado. Porque ya llegaré a mi destino, lo prometo, pero, por favor, no quieran quitarme ese salado placer de ver cómo comen las lisas en la Alameda ni esa pregunta de cortesía al señor que pesca con aquello de “¿Cómo está hoy la cosa?”.

Yo creía que únicamente me gustaba pasear por Cádiz, ponerme cualquier episodio de Cowboys de Medianoche o alguna playlist digna de ser utilizada por Woody Allen en una de sus películas como banda sonora y contemplar la belleza del sitio del que soy, pero no. Estos días, aprovechando que han bajado las temperaturas, disfruto paseando por Sevilla, mi nueva ciudad. Arranco en la Avenida de la Palmera y tiro millas hasta que me canse o hasta que la hora de la cena lo indique.

Dicen que Sevilla se parece a Roma, pero creo que solo lo dicen porque en ambas hay muchas iglesias. No recuerdo quién dijo aquello de que Roma es tan bonita como decadente, pero Sevilla, puestos a comparar, es más bien tan antigua como moderna. Lo mismo puedes encontrarte a un cura moviéndose en patinete eléctrico que a dos tipos vestidos de la misma guisa que Bellerín santiguándose mientras el Baratillo -su Baratillo- pasa por la puerta de la Maestranza. 

Y de este minúsculo y ridículo  resumen de una ciudad en la que llevo nada más que tres semanas, la única conclusión que puedo sacar es la siguiente: da igual la ciudad que sea en la que esté que siempre disfruto caminando por ella. Adoro conocer lugares a través de esa vida lenta que nos permite andar a un paso tranquilo y confiado con las manos tras la espalda. Porque paseando por Roma pude entender por qué Alberti tituló así su libro “Roma, peligro para caminantes" con aquellos pasos de cebras que más que una tregua en las calles eran un símbolo de debilidad para quien pasea. Y pateándome Manhattan de cabo a rabo sentí en mis carnes que el ritmo de Nueva York es adictivo, que esa jungla de sirenas y cemento con olor a pizza de dólar y pretzels, una vez la caminas, estás tachando los días que faltan para volver a escuchar los ruidos de esa selva civilizada construída por el hombre.

La cuestión es que pasear me hace pensar que vivimos en un mundo en el que parece que caminar debe ser la última opción. Las ciudades se llenan de patinetes de alquiler, Google nos dice antes cuánto se tarda en llegar a los sitios en coche o en transporte público que andando. Hasta nos calcula el trayecto más corto y la ruta con menos tráfico. Así es imposible, ¿no? Nunca me había fijado en que andar rima con pensar. Y puede que estemos perdiendo el tiempo para el pensamiento por culpa de querer llegar antes a los sitios. De verdad que no quiero ponerme existencialista con esto del paseo, para eso hay un episodio del Hotel Jorge Juan que trata el tema a la perfección. Lo que pasa es que gracias a salir a pasear me acuerdo de que tengo que descongelar la comida para el día siguiente, llamo a mi abuela por teléfono y fantaseo con el número de páginas que debería tener ese libro perfecto que nunca escribiré.

Lee a tus autores favoritos y apoya directamente su trabajo independiente y audaz.
VER PLANES