La Academia de Cine estadounidense es como ese ex que nunca supo lo que quería de ti, que un día te decía una cosa y al siguiente hacía la contraria, que actuaba raro la mayoría de las veces y que si encadenaba dos o más decisiones «normales» tú volvías a caer en sus brazos como si nada de lo anterior hubiese sucedido.
Cuando la Academia parece que acierta, y sobre todo cuando considero que acierta demasiado, siento que sin quererlo me cubre un velo mezcla de escepticismo y asombro que me hace la victoria un poco amarga, como si algo no estuviese bien, como si ya fuese condición sine qua non que los premios –no todos, pero sí algunos o varios– darán siempre un poquito de vergüenza. La misma Academia que hace justo un año consideró Oppenheimer la mejor película del año y entregó su primer Oscar a Christopher Nolan por encima de Martin Scorsese, Justine Triet o Jonathan Glazer (junto a 6 premios más), dio anoche ocho de ellos a dos películas que en conjunto apenas alcanzan un 10% de la recaudación de la película de Nolan. Anora, ganadora de cinco Oscars (cuatro de ellos para Sean Baker, incluyendo el de Mejor Película y convirtiéndose así en la primera persona en ganar dicha cantidad con una sola película, y otro –tal vez el mejor de la noche– para Mikey Madison) apenas alcanza un 4% de la recaudación de Oppenheimer (40 millones de dólares frente a casi mil millones); tampoco se acerca a los casi 150 millones que recaudó Todo a la vez en todas partes ni a los más de 250 millones de Parásitos. Anora se asemeja más a películas como Nomadland o CODA (aunque la victoria de esta última sea inexplicable), tanto en el tipo de película como en su recepción: películas muy alejadas de las superproducciones ultramillonarias que maneja Hollywood y que tal vez no sean las más vistas de su año, pero que si uno se lee el listado de premios que obtuvieron, podrá ver que arrasaron. Con los premios es difícil distinguir muchas veces los perfiles del espectador y el académico, y no es difícil que se confundan los intereses de uno y otro; el académico debería basarse para su valoración en una objetividad (lo que sea que eso signifique) a la que el espectador no tiene ninguna obligación de acogerse. El problema es que muchas veces ni siquiera el académico se acoge a dicha objetividad; varios titulares anunciaban que algunos «votantes anónimos» (y que ante esto cada uno ponga aquí su nivel de escepticismo) habían rechazado votar a Ralph Fiennes como Mejor Actor Protagonista porque, según ellos, «ya había ganado un Oscar con La lista de Schindler», cosa que no hizo (también confesaron haber votado en su lugar a Adrien Brody que, irónicamente, sí ha ganado un Oscar antes); otros decían directamente no haber visto todas las películas nominadas, viéndose obligados a dejar en blanco el voto a Mejor Película. La sorpresa no es que no las hayan visto todas, la sorpresa es que lo admitan. Los premios son un tira y afloja constante entre la razón y el sentimiento; yo mismo admito su futilidad a la hora de dictaminar la calidad de una película, ya sea por exceso de premios o por carencia de los mismos, pero aquí estoy, dedicando una mañana entera a escribir sobre ellos. Porque sí, la obtención o no de un premio no dice nada sobre la película que se premia o no más allá de la opinión mayoritaria de quienes por ella han votado (esto es una obviedad tan simple como que el agua moja), pero tampoco se puede enarbolar esta bandera e ignorar que la industria y los premios van siempre de la mano, que ambas se dependen mutuamente y que «oscarizable» es un término real que muchas veces determina el que una u otra película se lleve o no a cabo.
Es positivo que la Academia haya corregido el bandazo que dio en 2024, sobre todo tras erigir a Emilia Pérez como la película con más nominaciones de la edición (trece, de las que finalmente ganó sólo dos: Mejor Actriz de Reparto para Zoe Saldaña y Mejor Canción Original con «El mal»). De Anora se pensaba que pasaría sin pena ni gloria por los Oscars, algo así como lo que le sucede a Scorsese cada vez que lo nominan, pero su recorrido por las diferentes entregas de premios la colocó como una de las favoritas junto con El Brutalista (que ha quedado en segundo puesto con 3 premios). Era más que evidente que las expectativas que hasta entonces estaban puestas en La Sustancia –santo delirio– se fuesen diluyendo como la película entre sus referencias, y ni siquiera Demi Moore ha podido salvar ese declive. Al contrario que el relato que vomitan sin cesar quienes son incapaces de aceptar que la interpretación de Moore no estaba, ni de lejos, para Oscar, es extraño que la Academia premie a actrices y actores tan jóvenes, sobre todo cuando se trata de su primera nominación (recordar que los Oscars no tienen, como aquí los Goya, categorías de Mejor Actor/Actriz Revelación), y la victoria de Mikey Madison pone de manifiesto un pequeño destello de cambio al que agarrarse en la tendencia a esa manía de premiar la mejor interpretación con lo que en realidad suele ser la mayor interpretación. La frase «Que gane Mikey Madison frente a Demi Moore es literalmente la trama de La Sustancia» es una proclama increíble como también lo es la profundidad de una piscina si sólo has nadado en charcos, pero no es la realidad. Si es «misógino» que Moore pierda frente a Madison, ¿qué será para esta gente que Isabella Rossellini haya perdido frente a Zoe Saldaña? ¿Por qué es un insulto a Moore que gane Madison y no lo es a Fernanda Torres, que también estaba como favorita?
Me gustaría detenerme aquí a hablar un poco sobre el premio a Mejor Guion Original, porque me toca de cerca y porque no todos podemos mantener un temple de hierro, alguien tiene que caer alguna vez en un ragebait. Esta mañana me he cruzado con este tuit
y si lo comento no es porque sea una estupidez o porque tenga (cuando escribo esto) más de 600 mil visualizaciones, tres mil doscientos retuits y casi 20 mil me gustas, sino porque es un ejemplo muy de un discurso recurrente entre quien cree estar diciendo algo inteligente y no está haciendo más que el ridículo. Al igual que la mejor interpretación no es la «interpretación que más llora» o la «interpretación que más grita», el mejor guion no es el «guion con las frases más largas» o el «guion con los diálogos más profundos». El ejemplo no sólo es un cherrypicking burdo y estúpido, sino que, por ser justamente una manipulación, ignora que esa escena concreta de Anora es una de las más importantes de toda la película, sobre cómo Ani entiende y categoriza sus relaciones con los hombres, colocándose siempre a sí misma como objeto de deseo únicamente sexual e incapaz de generar en ellos otro tipo de interés. Esa misma escena se puede escribir de mil formas distintas: puede optarse por la pura literalidad, eliminar el subtexto y hacer a los personajes decir exactamente lo que el guionista quiere que el espectador comprenda, pero, si todo eso se puede decir con la frase «you have rape eyes», es decir «tienes ojos de violador», ¿por qué sería necesario decir más? Ani e Igor podrían haber tenido esa misma conversación, tal vez mucho más larga que la de la escena de A Real Pain, pero no sería una escena mejor.
Otra sorpresa, tal vez la más llamativa, fue la victoria de No Other Land como Mejor Documental. Puede que sea la primera vez en la historia del cine que una película sin distribución en Estados Unidos gane un Oscar, pero la realidad supera cada día a la ficción. Sí, No Other Land, que narra la ocupación israelí en Palestina, no ha conseguido distribuidor en Estados Unidos y se ha hecho sólo de forma independiente (y por eso ha podido ser nominada), por ser «demasiado política». Solamente apuntar que, el año pasado, 20 días en Mariúpol, que también ganó el Oscar a Mejor Documental, fue distribuida por PBS, la cadena de televisión pública de Estados Unidos. Que a nadie le sorprenda que entre hoy y mañana Netanyahu diga que hay que bombardear la Academia porque Hamás se ha colado entre los académicos y Elon Musk balbucee alguna gilipollez sobre la intromisión de lo woke en el cine.
Que la Academia se ha portado bien se ve en los premios a Adrien Brody (Mejor Actor), Kieran Culkin (Mejor Actor de Reparto), Aún estoy aquí (Mejor Película Internacional) o Flow (Mejor Película Animada), aunque, siempre, de aquellos polvos estos lodos. Varias ausencias han brillado justamente por ello, por no haber estado donde perfectamente podrían haber ganado. El olvido de Challengers en las nominaciones resulta incomprensible, y no creo que nadie pueda negar que habría tenido sus papeletas en las categorías de Mejor Montaje (donde ganó Anora) o en Mejor Banda Sonora Original (que ganó El Brutalista y que, en mi opinión, no es mejor que la de Trent Reznor y Atticus Ross). Aunque el mayor de los olvidos tal vez sea, para mí, el de I Saw The TV Glow, película que en España se estrenó directamente en plataformas y que, si no ganado, sí habría competido sin ninguna dificultad en las categorías de Mejor Guion, Mejor Dirección o Mejor Fotografía.
Pese a esto, parece que podemos atisbar un regreso a los años de Moonlight o La forma del agua y un abandono de los de Green Book o Todo a la vez en todas partes. Vuelve el cine independiente y vuelven los descansos entre películas mientras los agoreros que predicen la muerte del cine cada diez años continúan gritándole a una pared de ladrillo que tiene la suerte de no poder escucharles. Tal vez este sea uno de los años más importantes no sólo para la reputación de la Academia, sino para una industria a la que todavía le falta un último impulso para comprender, de una vez por todas, que el espectador le pide un tipo de cine distinto, alejado de pastiches plataformeros y copiados unos de otros que no parece (y ojalá no me equivoque) que vayan a poder seguir colando. Parafraseando a Jesús G. Maestro, «el cine está más vivo que Dios». Disfrutemos mientras podamos, no sabemos cuando volveremos a tener algo así, con sus luces y sus sombras, pero a estas alturas ya no le pedimos peras al olmo. Tal vez sea Anora o nunca.