El retrato robot de nuestros deportistas ha cambiado. De millennials atribulados, héroes circunspectos, hemos pasado a golden retrievers disfrazados de campeones. Fijaos en Alcaraz. Y en Williams y Yamal.
Resulta inevitable comparar este domingo glorioso de 2024 con lo que pasó en 2008. Un año de Eurocopa, de Roland Garros, Wimbledon, Oro Olímpico y US Open para Rafael Nadal. Y casi ganamos otro increíble oro en baloncesto. Alcaraz va camino de emular a Rafa; los pibardos del fútbol ya han ganado. La historia siempre rima.
Recordad a Nadal y recordad cómo ganaba. Sudando desde el primer punto, cara de concentración absoluta, si pegabas el oído a la televisión podías escuchar el chirriar de las rótulas y el chasquido de los ligamentos. Alcaraz —aunque a veces nos dé sustos— sale a la pista como sale un perro a correr por la playa. Todo ilusión, inconsciente del peso de los millones, de las portadas y de lo difícil que va a ser quitarse luego la arena del pelo. Nunca suda. Ríe cuando produce un golpe de dibujos animados (muy a menudo), como si él fuera el primer sorprendido. Si sufre, lo esconde de maravilla, como las buenas bailarinas de ballet.
Luego están Cucurella o Lamine o Nico. Los tres valen para ilustrar el caso. ¿Por qué son tan naturales ante las cámaras? ¿Por qué a Nico le flipa el manga? ¿Por qué son tan ligeros? Quizá tenga que ver con la noción z, o post millennial, de que todo es bastante efímero y que la velocidad de olvido es la característica principal de nuestra sociedad. Lo cual te hace perder el miedo al error. Pienso en cambio en Morata, ese trágico personaje, cuyo destino se dirime en cada pase, pues revive sus errores infinitamente en su cabeza, como un memorioso Funes al que no le sale ningún control. No hablemos ya del talante de Casillas, Xavi o Iniesta, jugadores nocturnos y polillescos que parecían salidos de un libro de Raymond Chandler o de una peli de Garci.
Hace poco he empezado a aprender a jugar al golf, ese juego demoníaco. El profesor me dijo que agarraba el palo demasiado fuerte, y que para llegar más lejos tenía que apretar menos la empuñadura. Me quedé mirando al infinito y creo que pensó que me estaba dando un ataque. Cuando segundos después regresé a la dimensión literal, efectivamente empecé a meterle tremendos viajes a la bola. Más importante aún, lo he aplicado al tenis y siento que estoy mejorando por primera vez en años; que este puede ser un verano glorioso en las pistas.
Seguramente en 2008 el zeitgeist —o los ánimos del personal—, tras la crisis financiera fueran bajos, y de ahí los onerosos, Belmontistas atletas ibéricos que producíamos en serie. Puede que en el 24 postpandémico los chavales sean el reflejo de una generación ligera, espontánea, que por haber vivido la cancelación del futuro elige no darse mucha importancia en el presente. Nos tenemos que acostumbrar a ganar así y a identificarnos con ellos. Lo que está claro es que apretando menos fuerte se llega más lejos.