Arriba el gatekeeping

Y en un último acto de individualismo, no compartiré mis hallazgos. Basta de recomendar sitios, experiencias.

Cada par de meses, sin falta, me veo el sketch de “Dear Sister” (Saturday Night Live). En él, se lleva al extremo más absurdo un cliché del que se abusaba en el género de películas conocido como tardes de domingo en Antena3. La esencia del mismo: la revelación de que, cuando estás leyendo sobre algo, ese algo ya ha ocurrido y es demasiado tarde.

Andy Samberg — The shooting AKA Dear Sister

Resulta pues que hace unas semanas me hallaba apostado contra la puertas que no se abren del metro de Madrid (segundo lugar en mi jerarquía mental de preferencias asientísticas, siendo: 1 sentado sin nadie al lado, 2 las puertas, 3 sentado con alguien al lado, 4 de pie agarrado a la barra central). Mi ventaja posicional táctica me permitió ver como una pareja de sexagenarios miraba un reel de Instagram sobre el nuevo restaurante a probar: Colosal Madrid. 15 segundos de letras amarillas animadas, cortes a lo Aronofsky y dosis de urgencia vital. Hace una década los youtubers añadían adjetivos superlativos a los títulos de sus vídeos. Hoy, a los restaurantes que abren grupos en los que éstos invierten evadiendo impuestos en Andorra — épico. Una economía circular del upselling. En cuestión de un minuto la mujer buscaba el restaurante en Google Maps y, tras verse un par de fotos de las críticas, reservaba para esa misma noche. Una suerte, teniendo en cuenta que hay sitios de moda para los que necesitas reservar con 3 (tres!) semanas de antelación como mínimo. A veces, por una simple hamburguesa. Terrazas llenas, estómagos vacíos y la muerte de la espontaneidad.

El canario de la mina que es la oferta gastronómica Madrid ha muerto, lo han incinerado, mezclado con agua y algún aglutinante para hacer un cenicero donde ya caen las cenizas de su sucesor. Y ocurre no exclusivamente con restaurantes de Madrid, sino con toda la oferta cultural, en todos lados. Y para colmo, es homogénea e insulsa. Adjetivo extremo + letrero en negro con luces blancas + ventanales hasta el suelo. Contaminación lúminica de tus calles a 17,90€ la hamburguesa. La cutrez expuesta en vitrina. Permea en todo el centro esta fórmula de algo soso, pero temático. Algo decente, pero no bueno. Algo caro, pero no prohibitivo. Algo canalla, para los cuarentones. Decíamos smash-burger, diremos korean-bbq.

Quizá es una consecuencia más de la cultura de lo inmediato y la irreparable inercia con la que aplasta a mucha gente. En nuestra búsqueda por encontrar algo bueno, sacrificamos lo auténtico. Las guías y reviews en internet han pasado de ser un mecanismo de supervivencia a la incertidumbre a uno de urgencia. ¿Desde cuando hay 10 sitios en Madrid que necesitas probar? Si tienes dos noches libres a la semana, ¿qué mejor que probar el restaurante de 4,1 estrellas en Google del que te enviaron un reel hace dos días? No tienes que pensar, te mantienes en el bucle de lo actual y seguro que hay ambientillo. “El Molino” de los gentrificados. Un falso risotto en un falso italiano en un falso barrio.

Yo no soy ni un crítico gastronómico ni un sabedor del buen vivir, simplemente me gusta comer y pasarlo bien como sé que se puede en este país. Pero al final, me van arrinconando en la ciudad más grande de España. No queda un Madrid Secreto, ni un Madrid a secas. Lo mismo en todas partes. Van a cambiar la parada de metro a The Latin. Las ventajas de vivir y conocer un sitio deberían ser para los que sufren su día a día. En mi pueblo, mi mejor amigo de la infancia y yo encontramos un camino que, atravesando cierto descampado, te ahorraba 100 metros yendo al colegio. Hace 15 años, nos permitía asombrar a nuestras madres y sentirnos auténticos exploradores. Hoy, hay una guía de “Top 7 Trucos para el Cole” que los chavales se ven antes de empezar primaria donde aparece. La mordida de la comodidad ha cangrenado el “te lo hacemos afable” al “te lo hacemos fácilmente consumible”. Catering para el foráneo.

Luis Buñuel no iba a bares con gente y yo me contentaré con ir a sitios que no aparezcan en videos de 10 segundos. Me aislaré de lo que me ofrecen, vagando por encontrar lo que me gusta. Y en un último acto de individualismo, no compartiré mis hallazgos. De hecho, ya lo evito. Me he vuelto un abanderado del gatekeeping. Basta de recomendar sitios, experiencias. Quiero que el bar de los almuerzos en Valencia donde nos ponen vino y casera sin pedirlo siga prístino. Quiero que la calle en la que aparco para ir rápido al centro siga teniendo huecos. Quiero que el bar de las jarras a 2,40€ desde pre-pandemia continúe congelado en el tiempo. ¿Que dónde están? — Ah.

En un momento histórico y socioeconómico totalmente desolador para los jóvenes, siento que encima nos están quitando los pequeños placeres. Quizá ni siquiera de forma consciente, solo sistemática. Creo que la gente cutre tiende a ganar. En el cine, la gastronomía o la música se alza siempre algo hegemónico carente de alma o es simple y llanamente cutre. Los Manolo Bakes, el HyM, el MCU o el Arde Bogotá de turno. Algo nada excepcional, finamente formulado que no se acerca a ningún margen de lo transgresor, por si acaso. La digievolución final a megaproducto. Y ojo, no todo el mundo puede tener la energía de querer descubrir más allá, de probar más allá. De eso se trata. Pero van ganando terreno como el sector mayoritario en un análisis de mercado. De ahí que me vuelva receloso de compartir lo que voy descubriendo en mi semivida atado al ordenador. Cuando eres pobre, te da miedo que algo se popularice y suba de precio. O que cambie irremediablemente por su éxito. O que simplemente sea consumido por el discourse y pierda su esencia. Puedo aceptar la efimeridad de las cosas, y encontrar su belleza en ello y en el aceptar que ya fue una suerte disfrutar de algo durante un tiempo.

Viene a mi cabeza el reciente boom de Alcalá Norte, que veía en primera fila en una sala de 130 personas hace unos días, con una cantidad análoga de gente en cola, me produce un cóctel de emociones. Un grupúsculo de gente curiosa, del humilde barrio donde entreno y con un proyecto interesantísimo. Me gusta hablar de ellos, y me entusiasma que músicos de su clase puedan intentar vivir de ello. Pero una parte de mi se retuerce a sabiendas de que ya forma parte del archivo público y que no hay vuelta atrás. Nunca volverá a ser tan íntimo. Es ese miedo a perder otra pequeña cosa. Me voy quedando sin nada, y me voy callando cada vez más por ello.

Y ahora subo al metro con miedo. Caerán mis ojos cansados sobre la pantalla descuidada de algún boomer — con acritud y ahí estará. Verá un Tiktok sobre algo que guardaba en mi corazón desde hace años, y ya será demasiado tarde. Que al menos me dispare Andy Samberg.

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Arriba el gatekeeping

Y en un último acto de individualismo, no compartiré mis hallazgos. Basta de recomendar sitios, experiencias.

Cada par de meses, sin falta, me veo el sketch de “Dear Sister” (Saturday Night Live). En él, se lleva al extremo más absurdo un cliché del que se abusaba en el género de películas conocido como tardes de domingo en Antena3. La esencia del mismo: la revelación de que, cuando estás leyendo sobre algo, ese algo ya ha ocurrido y es demasiado tarde.

Andy Samberg — The shooting AKA Dear Sister

Resulta pues que hace unas semanas me hallaba apostado contra la puertas que no se abren del metro de Madrid (segundo lugar en mi jerarquía mental de preferencias asientísticas, siendo: 1 sentado sin nadie al lado, 2 las puertas, 3 sentado con alguien al lado, 4 de pie agarrado a la barra central). Mi ventaja posicional táctica me permitió ver como una pareja de sexagenarios miraba un reel de Instagram sobre el nuevo restaurante a probar: Colosal Madrid. 15 segundos de letras amarillas animadas, cortes a lo Aronofsky y dosis de urgencia vital. Hace una década los youtubers añadían adjetivos superlativos a los títulos de sus vídeos. Hoy, a los restaurantes que abren grupos en los que éstos invierten evadiendo impuestos en Andorra — épico. Una economía circular del upselling. En cuestión de un minuto la mujer buscaba el restaurante en Google Maps y, tras verse un par de fotos de las críticas, reservaba para esa misma noche. Una suerte, teniendo en cuenta que hay sitios de moda para los que necesitas reservar con 3 (tres!) semanas de antelación como mínimo. A veces, por una simple hamburguesa. Terrazas llenas, estómagos vacíos y la muerte de la espontaneidad.

El canario de la mina que es la oferta gastronómica Madrid ha muerto, lo han incinerado, mezclado con agua y algún aglutinante para hacer un cenicero donde ya caen las cenizas de su sucesor. Y ocurre no exclusivamente con restaurantes de Madrid, sino con toda la oferta cultural, en todos lados. Y para colmo, es homogénea e insulsa. Adjetivo extremo + letrero en negro con luces blancas + ventanales hasta el suelo. Contaminación lúminica de tus calles a 17,90€ la hamburguesa. La cutrez expuesta en vitrina. Permea en todo el centro esta fórmula de algo soso, pero temático. Algo decente, pero no bueno. Algo caro, pero no prohibitivo. Algo canalla, para los cuarentones. Decíamos smash-burger, diremos korean-bbq.

Quizá es una consecuencia más de la cultura de lo inmediato y la irreparable inercia con la que aplasta a mucha gente. En nuestra búsqueda por encontrar algo bueno, sacrificamos lo auténtico. Las guías y reviews en internet han pasado de ser un mecanismo de supervivencia a la incertidumbre a uno de urgencia. ¿Desde cuando hay 10 sitios en Madrid que necesitas probar? Si tienes dos noches libres a la semana, ¿qué mejor que probar el restaurante de 4,1 estrellas en Google del que te enviaron un reel hace dos días? No tienes que pensar, te mantienes en el bucle de lo actual y seguro que hay ambientillo. “El Molino” de los gentrificados. Un falso risotto en un falso italiano en un falso barrio.

Yo no soy ni un crítico gastronómico ni un sabedor del buen vivir, simplemente me gusta comer y pasarlo bien como sé que se puede en este país. Pero al final, me van arrinconando en la ciudad más grande de España. No queda un Madrid Secreto, ni un Madrid a secas. Lo mismo en todas partes. Van a cambiar la parada de metro a The Latin. Las ventajas de vivir y conocer un sitio deberían ser para los que sufren su día a día. En mi pueblo, mi mejor amigo de la infancia y yo encontramos un camino que, atravesando cierto descampado, te ahorraba 100 metros yendo al colegio. Hace 15 años, nos permitía asombrar a nuestras madres y sentirnos auténticos exploradores. Hoy, hay una guía de “Top 7 Trucos para el Cole” que los chavales se ven antes de empezar primaria donde aparece. La mordida de la comodidad ha cangrenado el “te lo hacemos afable” al “te lo hacemos fácilmente consumible”. Catering para el foráneo.

Luis Buñuel no iba a bares con gente y yo me contentaré con ir a sitios que no aparezcan en videos de 10 segundos. Me aislaré de lo que me ofrecen, vagando por encontrar lo que me gusta. Y en un último acto de individualismo, no compartiré mis hallazgos. De hecho, ya lo evito. Me he vuelto un abanderado del gatekeeping. Basta de recomendar sitios, experiencias. Quiero que el bar de los almuerzos en Valencia donde nos ponen vino y casera sin pedirlo siga prístino. Quiero que la calle en la que aparco para ir rápido al centro siga teniendo huecos. Quiero que el bar de las jarras a 2,40€ desde pre-pandemia continúe congelado en el tiempo. ¿Que dónde están? — Ah.

En un momento histórico y socioeconómico totalmente desolador para los jóvenes, siento que encima nos están quitando los pequeños placeres. Quizá ni siquiera de forma consciente, solo sistemática. Creo que la gente cutre tiende a ganar. En el cine, la gastronomía o la música se alza siempre algo hegemónico carente de alma o es simple y llanamente cutre. Los Manolo Bakes, el HyM, el MCU o el Arde Bogotá de turno. Algo nada excepcional, finamente formulado que no se acerca a ningún margen de lo transgresor, por si acaso. La digievolución final a megaproducto. Y ojo, no todo el mundo puede tener la energía de querer descubrir más allá, de probar más allá. De eso se trata. Pero van ganando terreno como el sector mayoritario en un análisis de mercado. De ahí que me vuelva receloso de compartir lo que voy descubriendo en mi semivida atado al ordenador. Cuando eres pobre, te da miedo que algo se popularice y suba de precio. O que cambie irremediablemente por su éxito. O que simplemente sea consumido por el discourse y pierda su esencia. Puedo aceptar la efimeridad de las cosas, y encontrar su belleza en ello y en el aceptar que ya fue una suerte disfrutar de algo durante un tiempo.

Viene a mi cabeza el reciente boom de Alcalá Norte, que veía en primera fila en una sala de 130 personas hace unos días, con una cantidad análoga de gente en cola, me produce un cóctel de emociones. Un grupúsculo de gente curiosa, del humilde barrio donde entreno y con un proyecto interesantísimo. Me gusta hablar de ellos, y me entusiasma que músicos de su clase puedan intentar vivir de ello. Pero una parte de mi se retuerce a sabiendas de que ya forma parte del archivo público y que no hay vuelta atrás. Nunca volverá a ser tan íntimo. Es ese miedo a perder otra pequeña cosa. Me voy quedando sin nada, y me voy callando cada vez más por ello.

Y ahora subo al metro con miedo. Caerán mis ojos cansados sobre la pantalla descuidada de algún boomer — con acritud y ahí estará. Verá un Tiktok sobre algo que guardaba en mi corazón desde hace años, y ya será demasiado tarde. Que al menos me dispare Andy Samberg.

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