Bastan dos paradas

Durante unos segundos mis inseguridades me abrazaron como un familiar lejano en un tanatorio, muy fuerte y sin querer soltarse.

Hace poco, un amigo que lleva unos años viviendo en Madrid, me dijo que se negaba a correr para llegar a un metro que está a punto de irse. Era su manera de echarle un pulso al tiempo y a una ciudad que, por momentos, parece estar hecha para sacar el cronómetro a pasear cada dos calles. Decidí hacerle caso y no correr para pillar aquel tren que pitaba con la fuerza de todas las vuvuzelas del mundial de Sudáfrica 2010 juntas. El metro es un lugar digno de estudio. Es curioso cómo un andén que huele a prisa y subsuelo es capaz de regalarte una masterclass de sociología sin haberte siquiera matriculado. Todos distintos, pero haciendo lo mismo.

En la pantalla de la parada de Callao aparecía un seis indicando los minutos que faltaban para que el próximo tren efectuara su parada. No me importaba mucho, ya que estaba enganchado a “La mala víctima” de Rosa Belmonte y Emilia Landaluce, así que me dio tiempo a leerme unas cuantas páginas y meter tripa por si alguien me hacía una foto para la cuenta @leyendoenelmetro.

Cuando llegó ese gusano gigante y yeyé, subí al vagón apurando las frases que finalizaban aquel párrafo y me acomodé. Pillé sitio, levanté la mirada en un acto reflejo y zas. De pronto todo se para. Delante de mí se encontraba una chica guapísima con unos ojos marrones de esos que dicen la verdad solo con mirarlos.Tuvimos un cruce de miradas lo suficientemente largo como para saber que era ella la que me ojeaba cuando decidí alzar la vista en aquel tren. Rápidamente, como una contra de aquel Madrid de Mourinho, bajó la mirada y se dispuso a observar las botas negras que llevaba puestas.

Durante unos segundos mis inseguridades me abrazaron como un familiar lejano en un tanatorio, muy fuerte y sin querer soltarse. Usé la pantalla del móvil como espejo para ver si estaba despeinado o si por casualidad tenía un moco. Inspeccioné detalladamente el polo que llevaba por si acaso me había manchado. Nada. Falsa alarma. Ahí no había nada. «¿Y si simplemente le he parecido mono y me ha mirado?», pensé para mis adentros.

Cerré el libro porque en aquel instante la única historia que me importaba era la que yo protagonizaba con aquella chica. Toda la trama transcurría en mi cabeza a una velocidad asombrosa. De pronto me imaginé muchas escenas con ella (muchas veces encontramos más amor en lo cotidiano que en los ramos de flores): paseábamos por el Retiro y después comprábamos el pan cerca de casa. Hacíamos boloñesa (¿por qué la gente ha olvidado la boloñesa? Maldita carbonara) y después de comer veíamos una película de esas de Antena 3 en las que siempre hace sol en Estocolmo y el médico se acaba enamorando de la veterinaria. Joder, me dio tiempo a imaginarme que discutíamos e idealizar nuestras reconciliaciones a bordo de un colchón. De ponerle nombre a nuestros hijos, de elegir el colegio.

De pronto una voz me hace despertar. He llegado a mi parada. Salgo de esa vida líquida recién vivida y bajo en aquel andén que acabó con mi amor fugaz. Aquel metro y aquella chica se esfumaron por la alcantarilla de mis recuerdos. Ahora habitan en el punto limpio de mi memoria. Pensar más de lo que debería en una chica a la que no voy a volver sólo serviría para castigarme de más. Camino sin mirar atrás, con el miedo extraño de pensar que se haya bajado en la misma parada que yo, chequeo el móvil y leo un whatsapp de mi madre: «Todo bien? Ya me cuentas cuando llegues a casa». De pronto me viene a la cabeza aquel verso de Niña Polaca que dice eso de: Fantaseo con los planes / que haría contigo, sonrío casi sin querer y me pregunto: «¿Cuántas veces más te va a suceder?»

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Bastan dos paradas

Durante unos segundos mis inseguridades me abrazaron como un familiar lejano en un tanatorio, muy fuerte y sin querer soltarse.

Hace poco, un amigo que lleva unos años viviendo en Madrid, me dijo que se negaba a correr para llegar a un metro que está a punto de irse. Era su manera de echarle un pulso al tiempo y a una ciudad que, por momentos, parece estar hecha para sacar el cronómetro a pasear cada dos calles. Decidí hacerle caso y no correr para pillar aquel tren que pitaba con la fuerza de todas las vuvuzelas del mundial de Sudáfrica 2010 juntas. El metro es un lugar digno de estudio. Es curioso cómo un andén que huele a prisa y subsuelo es capaz de regalarte una masterclass de sociología sin haberte siquiera matriculado. Todos distintos, pero haciendo lo mismo.

En la pantalla de la parada de Callao aparecía un seis indicando los minutos que faltaban para que el próximo tren efectuara su parada. No me importaba mucho, ya que estaba enganchado a “La mala víctima” de Rosa Belmonte y Emilia Landaluce, así que me dio tiempo a leerme unas cuantas páginas y meter tripa por si alguien me hacía una foto para la cuenta @leyendoenelmetro.

Cuando llegó ese gusano gigante y yeyé, subí al vagón apurando las frases que finalizaban aquel párrafo y me acomodé. Pillé sitio, levanté la mirada en un acto reflejo y zas. De pronto todo se para. Delante de mí se encontraba una chica guapísima con unos ojos marrones de esos que dicen la verdad solo con mirarlos.Tuvimos un cruce de miradas lo suficientemente largo como para saber que era ella la que me ojeaba cuando decidí alzar la vista en aquel tren. Rápidamente, como una contra de aquel Madrid de Mourinho, bajó la mirada y se dispuso a observar las botas negras que llevaba puestas.

Durante unos segundos mis inseguridades me abrazaron como un familiar lejano en un tanatorio, muy fuerte y sin querer soltarse. Usé la pantalla del móvil como espejo para ver si estaba despeinado o si por casualidad tenía un moco. Inspeccioné detalladamente el polo que llevaba por si acaso me había manchado. Nada. Falsa alarma. Ahí no había nada. «¿Y si simplemente le he parecido mono y me ha mirado?», pensé para mis adentros.

Cerré el libro porque en aquel instante la única historia que me importaba era la que yo protagonizaba con aquella chica. Toda la trama transcurría en mi cabeza a una velocidad asombrosa. De pronto me imaginé muchas escenas con ella (muchas veces encontramos más amor en lo cotidiano que en los ramos de flores): paseábamos por el Retiro y después comprábamos el pan cerca de casa. Hacíamos boloñesa (¿por qué la gente ha olvidado la boloñesa? Maldita carbonara) y después de comer veíamos una película de esas de Antena 3 en las que siempre hace sol en Estocolmo y el médico se acaba enamorando de la veterinaria. Joder, me dio tiempo a imaginarme que discutíamos e idealizar nuestras reconciliaciones a bordo de un colchón. De ponerle nombre a nuestros hijos, de elegir el colegio.

De pronto una voz me hace despertar. He llegado a mi parada. Salgo de esa vida líquida recién vivida y bajo en aquel andén que acabó con mi amor fugaz. Aquel metro y aquella chica se esfumaron por la alcantarilla de mis recuerdos. Ahora habitan en el punto limpio de mi memoria. Pensar más de lo que debería en una chica a la que no voy a volver sólo serviría para castigarme de más. Camino sin mirar atrás, con el miedo extraño de pensar que se haya bajado en la misma parada que yo, chequeo el móvil y leo un whatsapp de mi madre: «Todo bien? Ya me cuentas cuando llegues a casa». De pronto me viene a la cabeza aquel verso de Niña Polaca que dice eso de: Fantaseo con los planes / que haría contigo, sonrío casi sin querer y me pregunto: «¿Cuántas veces más te va a suceder?»

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