En estos momentos de excesos en el comercio, en el bebercio y que también deberían ser en lo de quererse, pero ahí cada uno es libre, uno llega a enero y los primeros días del año con el estómago abultado, la analítica a punto de desbordarse y el corazón lleno. Si ya todo es líquido en esta sociedad, y no me refiero sólo a lo de tirarle a los palomos, al menos tenemos las pitanzas navideñas para añadir lo sólido a base de mordiscos y lo gaseoso por cuenta de la familia y los amigos.
Sé de algunos que han ido encadenando brindis, mesas, abrazos y buenos deseos desde el puente de diciembre. Se les nota en el caminar pausado, el pulso lento y la alegría redonda y plena en su rostro. Como dice Pablo Álvarez Mezquiriz, el capo de Vega Sicilia: “El comer es el último placer de los que se pierden y que ayuda a recordar los ya perdidos”. Y si lo dice un tipo capaz de embotellar arte, saber y alborozo, de crear un vino de esos que se guardan para las grandes ocasiones, quién soy yo para decir que no, sólo podemos escucharle y aprender.
Se habla mucho de todo lo que se bebe en Navidad, pero no tanto de beber bien. El exceso siempre suele traer consigo la pérdida de calidad y de disfrute; de aprovechar los momentos efímeros y a la vez eternos. Esas botellas guardadas con mimo para los momentos más especiales acaban deteriorándose, si no perdiéndose, por no conservarse en condiciones óptimas, las calefacciones hacen estragos, o por no consumirse en su momento de plenitud. En su última columna para EL MUNDO escribía Emilia Landaluce que en Año Nuevo, tras el fallecimiento de una conocida e ir a dar el pésame, su madre sacó el Dom Pérignon que tenía en la bodega. Pocas cosas como la muerte nos acercan tanto al disfrute y el aprovechamiento de la vida, ese ‘memento mori’ que nos golpea cuando algo se mueve, cuando alguien se va, a nuestro alrededor.
Este año que acaba de comenzar puede ser ese momento para empezar a beber mejor y guardar recuerdos. Sacar los mejores tragos, en la medida que cada uno pueda, y disfrutar con la gente que queremos y nos quiere. Abrirse, sorbo a sorbo, a la felicidad y el amor. Hacer que un momento cotidiano se convierta en algo único. “Invertir en vino es algo que siempre está bien, que al igual que los libros reporta una doble felicidad: cuando los compras y cuando te pones con ello”, dice siempre un gran amigo, uno de esos tipos que no deja nada para instantes singulares, los fabrica cada día con sus relaciones y sus decisiones.
No esperen al triunfo para brindar, háganlo y ya verán que éste llega antes. Y si no es así, eso que ya se llevan.