Si en la RAE buscas cómo definir una boda aparece la siguiente acepción: «Ceremonia mediante la cual se unen en matrimonio dos personas, y fiesta con que se celebra». Pero claro, en mi caso -que dedico los fines de semana a fotografiar el conocido como «día más feliz de dos personas»-, me pregunto: ¿dónde quedan en esa definición las bodas que se hacen simplemente yendo a firmar y comiendo luego en la taberna de siempre? ¿y las bodas que duran tres días? Ya no hablar siquiera de las bodas-fotocopia donde siento que ese canapé ya lo comí, que ese vestido ya lo fotografié y que esa canción ya la bailaron. Aunque hoy, de entre todas las posibles variantes, vengo a hablar de mis bodas favoritas: aquellas que nada tienen que envidiar a un parque de atracciones.
Los que hayan asistido a tal festín sabrán de lo que hablo. Realmente, me paro a pensar y no sé en qué momento las bodas pasaron a convertirse en un día donde el dinero que inviertes es proporcional a la cantidad de diversión que te ofrecen. Y es que incluso, aunque muchos de nosotros nos neguemos a aceptar la realidad y creamos en el amor tal y como lo define San Pablo en su tan aclamada carta a los corintios que se repite en el 100% de las bodas con ceremonias católicas: «El amor es paciente, es benigno; el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor no pasa nunca», debemos agachar la cabeza ante la transformación del amor en algo performativo. Hoy la gente se casa más que nunca, pero ojalá fuese porque las parejas se quisieran más que nunca.
Desde luego que no seré yo quien critique un buen banquete con su correspondiente frenética fiesta, pero es que a veces escoger entre montarte en un toro mecánico, comerte el crep de recena, ir al puesto de purpurina, hacerte una polaroid para pegársela en un álbum a los novios, mientras hay fuegos artificiales de fondo, tomarte todas las copas que tu hígado permita, saltar con el grupo de indie, luego bailar con el de jazz y romperte la camisa con techno duro hasta aprovechar hasta el último rayo de sol es algo que causa pesadumbre. Imagino que esto será como la burbuja inmobiliaria y explotará en el momento en el que en los 3000m2 que tenga una finca no quepan más tiovivos, una boda termine en incendio por la explotación de un coche de choque o cuando a la boda de tu amiga María pienses ¿esta no fue igual que la de Lourdes? ¿Esto no es un dejavu?. Y es que no nos damos cuenta de que todo el mundo prefiere lo de siempre: beber y bailar con los novios al ritmo de Los chunguitos.
Pero claro, ahora parece que, si no haces algo especial, no te estás casando. De ahí que cada vez las bodas sean más multitudinarias, que los invitados más tardones se tengan que conformar con estar en el fondo de la Iglesia y ver el momento de las alianzas a través de una televisión (ya mismo nos pondremos unas Apple Vision Pro y podremos sentir incluso que nosotros mismos somos los que nos casamos). No hay tampoco que olvidar ese tatuaje que ahora te puedes hacer a mitad de la noche tras ocho horas de barra libre, mientras que un videógrafo utiliza una grúa para captar cómo la novia baila con su padre, porque nos hemos convertido en inmunes al recuerdo. Oye, pero ¿cuándo se ha cambiado la novia el vestido? Para qué poder disfrutar de los novios, mejor sumérgete en esta nueva-experiencia-multisensorial donde solo cabe el ‘‘say cheese’’ de Bad Bunny. Y es que la diferencia entre ir a la boda de tu prima Paula o a la de tu vecino Pepe es igual que ir a Disneyland París o Disneyland Orlando: mismo castillo, mismas atracciones, y mismo disfraz de Mickey, pero con diferente actor.
Frente a tanta vorágine, creo que existe la salvación, que diría Arde Bogotá. Porque a pesar de todo, existe un amor de verdad. Yo lo veo tras el objetivo de mi cámara; veo a los novios buscarse con la mirada entre un mar de servilletas blancas agitándose, los veo convertir la canción más manida de Ed Sheeran en el momento más especial del mundo y también me doy cuenta de que aún existen novios que se preocupan por los invitados de verdad, sus abuelos y sus amigos de toda la vida. Gracias, además, a esa pareja que les recomienda a sus amigos que los discursos mejor otro día, porque son los mismos que también son capaces de convertir ‘‘el comienzo de su gran aventura’’ en otro día más, en otro abrazo más, en esa mirada de reojo para saber que todo va bien. Desde aquí me gustaría dar las gracias a todas esas parejas que han pasado por mi cámara ya que, a pesar de que los parques de atracciones ya no están de moda y vuestra boda haya sido la mayor de las vorágines, os despeináis a hombros de vuestros amigos cada sábado y, lo más importante: me hacéis creer en la montaña rusa del amor.