Chamartín o el succionador de almas

Pasar el punto de seguridad es como entrar en el infierno de un introvertido: está lleno de gente desconocida que grita, vocifera y arrastra maletas enormes por encima de los pies y las piernas de otros.

Me acabo de comer un arroz tres delicias malísimo, y todavía quedan dos horas para que salga mi tren. Tengo el estómago revuelto y el alma en un pozo. Llevo todo el día sin fumar y estoy de mal humor. El ruido que hace la gente me pone muy nervioso, así que me pongo los cascos hasta que el ruido exterior se aplana. Este sitio es como un corazón, pienso. La gente no llega de forma regular y ordenada, no. Entra como la sangre al corazón, a borbotones espasmódicos y descontrolados. Pum, tromba de gente, pum pum, en las pantallas aparece la vía por la que llega su tren, pum, los viajeros salen como la sangre que vuelve a las arterias con cada latido. Pum pum. Y entre latido y latido me pregunto si esto es necesario, si de verdad tenemos que viajar para encontrar lo que nos hace falta, si no seríamos más felices intentando hacer del lugar en el que estamos un sitio mejor, más apacible, vivible, acogedor. Pum. Pum pum. 

Esta es la imagen: la estación, todavía en obras —es imposible no sentir que estás respirando más tierra y sudor que oxígeno—, está al borde del colapso. Un perro Yorkshire pequeño, blanco y asqueroso ladra sin parar a otro igual de insoportable. Están lejos el uno del otro, pero el odio no entiende de distancias. Mientras, un grupo de tíos gritan: “¡Qué se besen, qué se besen!”. Están de despedida de soltero vestidos con chalecos reflectantes (para que les veamos bien, para que no se nos olvide ni por un momento que están ahí, existiendo en la tangente de nuestras vidas). Un niño pelirrojo juega con una de las vallas de la obra que están haciendo en la estación. “¡Basta ya!”, le dice su madre, y luego sigue gritando: porque te he dicho que te estés quieto veinte veces, que eso no es tuyo y no tienes por qué tocarlo. Y el chico se cruza de brazos y baja la cabeza, triste y aburrido. 

Una monja habla con tres jóvenes. Menos la monja, todos llevan la misma camiseta naranja. Parece que viajan juntos. Hablan y se ríen. Me encantaría saber qué están haciendo. Una chica lee un libro viejo y yo me enamoro un poco. No de ella, si no de la gente en general. Me reconcilio con el ser humano, que la mayoría del tiempo me parece repugnante, efímero. Un viejito que no se entera de nada mira para todos lados, impresionado como yo por esta marabunta. Está ahí de pie, muy quieto, con un brazo colgando y el otro agarrado al manillar de la maleta. Los chicos que estaban con la monja se marchan y veo la marca de la ropa que llevan. ¡Son de Adif! Eso no me lo esperaba. 

Pasar el punto de seguridad es como entrar en el infierno de un introvertido: está lleno de gente desconocida que grita, vocifera y arrastra maletas enormes por encima de los pies y las piernas de otros. De repente, el corazón escupe la sangre que se acumula en su interior.  La gente sale por las puertas y la estación queda, por un instante brevísimo, en silencio. ¿Y ahora qué hago? El bullicio es una mierda, pero es bullicio. Esto no es nada. Silencio. Puro silencio. “Dejar de escribir”, eso es lo que pienso que tengo que hacer. Frente a mí he tenido a una madre, una hija y una nieta, todas con sendos maletones a su lado. Son fantásticas. Sobrias, pacatas como la gente de mi tierra, pero simpáticas. 

La gente no se sienta en los asientos, se derrumba sobre ellos como quien llega cansado a casa y parece morirse antes de caer en el sofá. Una chica mayor se sienta a mi lado. Debajo de sus piernas tiene un perro pequeño, simpático, que no ladra, solo observa. Le acaricio, pero no me hace caso. Poco después la chica se levanta, está hablando por teléfono y tiene un pañuelo con el que se quita los mocos. Se pone a llorar, sigue hablando, deja de llorar, pero se queda con el rostro compungido, sigue hablando, vuelve a llorar. No sé qué dice. Lleva muchas maletas. ¿Cómo es posible que seamos así los seres humanos? Miro a la pantalla y veo que ha salido el número de la vía a la que va a llegar mi tren. Me voy. Soy como un glóbulo rojo que se ha quedado escondido durante demasiado tiempo en el corazón. Ya me toca salir. 

A veces pienso que la vida es un corazón y yo soy el glóbulo rojo que se queda ahí quieto mirando al resto de compañeros pasar, obsesionado con una pregunta que nadie es capaz de contestar: ¿Pero a dónde vamos? 

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Pasar el punto de seguridad es como entrar en el infierno de un introvertido: está lleno de gente desconocida que grita, vocifera y arrastra maletas enormes por encima de los pies y las piernas de otros.

Me acabo de comer un arroz tres delicias malísimo, y todavía quedan dos horas para que salga mi tren. Tengo el estómago revuelto y el alma en un pozo. Llevo todo el día sin fumar y estoy de mal humor. El ruido que hace la gente me pone muy nervioso, así que me pongo los cascos hasta que el ruido exterior se aplana. Este sitio es como un corazón, pienso. La gente no llega de forma regular y ordenada, no. Entra como la sangre al corazón, a borbotones espasmódicos y descontrolados. Pum, tromba de gente, pum pum, en las pantallas aparece la vía por la que llega su tren, pum, los viajeros salen como la sangre que vuelve a las arterias con cada latido. Pum pum. Y entre latido y latido me pregunto si esto es necesario, si de verdad tenemos que viajar para encontrar lo que nos hace falta, si no seríamos más felices intentando hacer del lugar en el que estamos un sitio mejor, más apacible, vivible, acogedor. Pum. Pum pum. 

Esta es la imagen: la estación, todavía en obras —es imposible no sentir que estás respirando más tierra y sudor que oxígeno—, está al borde del colapso. Un perro Yorkshire pequeño, blanco y asqueroso ladra sin parar a otro igual de insoportable. Están lejos el uno del otro, pero el odio no entiende de distancias. Mientras, un grupo de tíos gritan: “¡Qué se besen, qué se besen!”. Están de despedida de soltero vestidos con chalecos reflectantes (para que les veamos bien, para que no se nos olvide ni por un momento que están ahí, existiendo en la tangente de nuestras vidas). Un niño pelirrojo juega con una de las vallas de la obra que están haciendo en la estación. “¡Basta ya!”, le dice su madre, y luego sigue gritando: porque te he dicho que te estés quieto veinte veces, que eso no es tuyo y no tienes por qué tocarlo. Y el chico se cruza de brazos y baja la cabeza, triste y aburrido. 

Una monja habla con tres jóvenes. Menos la monja, todos llevan la misma camiseta naranja. Parece que viajan juntos. Hablan y se ríen. Me encantaría saber qué están haciendo. Una chica lee un libro viejo y yo me enamoro un poco. No de ella, si no de la gente en general. Me reconcilio con el ser humano, que la mayoría del tiempo me parece repugnante, efímero. Un viejito que no se entera de nada mira para todos lados, impresionado como yo por esta marabunta. Está ahí de pie, muy quieto, con un brazo colgando y el otro agarrado al manillar de la maleta. Los chicos que estaban con la monja se marchan y veo la marca de la ropa que llevan. ¡Son de Adif! Eso no me lo esperaba. 

Pasar el punto de seguridad es como entrar en el infierno de un introvertido: está lleno de gente desconocida que grita, vocifera y arrastra maletas enormes por encima de los pies y las piernas de otros. De repente, el corazón escupe la sangre que se acumula en su interior.  La gente sale por las puertas y la estación queda, por un instante brevísimo, en silencio. ¿Y ahora qué hago? El bullicio es una mierda, pero es bullicio. Esto no es nada. Silencio. Puro silencio. “Dejar de escribir”, eso es lo que pienso que tengo que hacer. Frente a mí he tenido a una madre, una hija y una nieta, todas con sendos maletones a su lado. Son fantásticas. Sobrias, pacatas como la gente de mi tierra, pero simpáticas. 

La gente no se sienta en los asientos, se derrumba sobre ellos como quien llega cansado a casa y parece morirse antes de caer en el sofá. Una chica mayor se sienta a mi lado. Debajo de sus piernas tiene un perro pequeño, simpático, que no ladra, solo observa. Le acaricio, pero no me hace caso. Poco después la chica se levanta, está hablando por teléfono y tiene un pañuelo con el que se quita los mocos. Se pone a llorar, sigue hablando, deja de llorar, pero se queda con el rostro compungido, sigue hablando, vuelve a llorar. No sé qué dice. Lleva muchas maletas. ¿Cómo es posible que seamos así los seres humanos? Miro a la pantalla y veo que ha salido el número de la vía a la que va a llegar mi tren. Me voy. Soy como un glóbulo rojo que se ha quedado escondido durante demasiado tiempo en el corazón. Ya me toca salir. 

A veces pienso que la vida es un corazón y yo soy el glóbulo rojo que se queda ahí quieto mirando al resto de compañeros pasar, obsesionado con una pregunta que nadie es capaz de contestar: ¿Pero a dónde vamos? 

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