Cinco cigarillos

Debí tirar más fotos, dice la canción. La niebla que ha caído estos días sobre el techo de Madrid ha cortado a la mitad las torres del Paseo de la Castellana. Escucho a Bad Bunny en bucle mientras entro en una de ellas y me pregunto por el futuro de la humanidad.

1.

Todavía quedan lectores en este mundo embriagado de TikTok. Estoy en una cafetería silenciosa y pequeña que está cerca de mi casa, a la vuelta de la esquina. La dueña es una francesa pequeña y simpática que siempre está sonriendo. Tiene unos dulces de escándalo. He desayunado una tostada con aguacate y otra con mantequilla y mermelada en casa para poder resistir la tentación de pedir algo de comer (es caro). No he podido. En el momento en el que yo he cruzado el umbral de la puerta, ella ha sacado del horno una empanada rellena con una especie de pasta de almendras. He tenido que pedir un trozo. Y un café, y me he sentado a leer el periódico. Está lleno de noticias que me dejan indiferente o indignado. Las buenas historias están contadas con la misma falta de emoción que las malas y las frases, aunque están bien escritas, no son capaces de transmitir nada. Un chico entra con un pequeño paquete. Es un regalo para la chica rubia y de ojos azules que está en la esquina leyendo un libro gordísimo. Son unos cascos. 

El mundo se va a la mierda. La llegada de Trump al poder es la señal inequívoca de que estamos bajando las escaleras hacia el infierno de la autocracia. La política española sigue como siempre, enroscada en la serpiente de su propia autocompasión (de su filia autodestructiva). Decepciona todo. Entristece todo porque, por si esto no fuera suficiente, allí lejos, un pequeño gobernador persiste en su empeño de masacrar palestinos con la misma tenacidad de un niño que le ha cogido el gusto a matar zombis en el Black Ops II. En la cafetería, el chico pijo besa a la chica pija, entran dos ingleses que también están enamorados y una chica extranjera escribe en un cuaderno de papel que está encima de un libro gordo como la mano de un agricultor. Lo que quiero decir con esto es que frente a la estupidez y la violencia injustificada (tanto psicológica, de nuestros políticos, como física, de los gobernantes de otros países), libros y amor. Y el café recién hecho por una señora francesa pequeña y simpática. Yo estoy aquí, solo, aburrido, tomando un café muy rico pero muy caro, esperando el momento de salir a fumar. ¿A qué estoy esperando? Querer bien es un vicio. 

2.

Debí tirar más fotos, dice la canción. La niebla que ha caído estos días sobre el techo de Madrid ha cortado a la mitad las torres del Paseo de la Castellana. Escucho a Bad Bunny en bucle mientras entro en una de ellas y me pregunto por el futuro de la humanidad, los peces que caen del cielo y la barandilla de metal cuelga del techo de los dislocados. “Buenos días”, saludo a la señora de la entrada mientras me quito los cascos. “He venido a tatata”, le digo, y empiezo a escuchar los versos de DtMF saliendo del altavoz de mi móvil a todo volumen. Lo saco del bolsillo y apago la música. He sido rápido, pero me ha parecido una eternidad. Levanto la cabeza, miro a la señora, le digo: “Perdona”. Le doy mi nombre y mi DNI, lo apunta en un papel y me deja marchar. Debí tirar más fotos, de cuando te tuve, debí darte más besos y abrazos las veces que pude. Eso dice la canción. Querer es un vicio. De vuelta a casa, en el metro, un chico colombiano entra en el vagón y empieza a rapear. En la mochila lleva un perrito de apenas unos meses que lo mira todo con la curiosidad de un ser humano recién nacido. Cerca de él, sentado, un hombre sonríe con la locura de sus propios pensamientos mientras agarra cinco cigarrillos con la mano derecha como si estuviera a punto de encenderlos. No es ficción, dice el rapero, improvisando. No le dan ni un peso. Cinco puertas más allá entra otro. Se pone a rapear. La competencia es feroz. Mierda. Me he saltado la parada. 

3.

En uno de sus vídeos más icónicos, David Lynch enseña a su público a reparar unos pantalones. “Hoy estoy trabajando en reparar mis pantalones de trabajo”, dice. Está en una especie de garaje grande lleno de cosas. Viste una chaqueta vieja que le viene grande y una gorra gris. Está bien afeitado. Agarra la cámara y la apunta hacia abajo, hacia sus pantalones. “Os voy a enseñar cómo lo hago”, dice, y procede. El pantalón, verde, tiene unos rasguños descoloridos a la altura de la rodilla. Ni siquiera están realmente rotos. Primero avisa al espectador de que se ha puesto un paño debajo, para que la cola no traspase el pantalón y se pegue a la piel. Luego coge un bote de cola blanca que está viejo y amarillento como él, aprieta, se pone un poco en los dedos y lo empieza a extender por la zona afectada de su rodilla. “Así, el material del pantalón se hace más fuerte”, dice. Todavía no ha terminado. De repente, sin avisar, alarga la mano fuera del plano y aparece una paleta de colores. “He hecho una mezcla con el color de los pantalones”, dice. Coge un pincel, remueve la mezcla y empieza a pintarse los pantalones. El color del pantalón no se parece en nada a la mezcla que ha creado, pero no le molesta. Está en paz. Se pinta el pantalón con la parsimonia más envidiable.  Es fantástico porque lo hace mal, fatal, pero queda contentísimo con el resultado. Creo que no he visto más que escenas de las películas que hizo, pero le voy a echar de menos. 

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La foto de la portada es de una obra de JP.


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1.

Todavía quedan lectores en este mundo embriagado de TikTok. Estoy en una cafetería silenciosa y pequeña que está cerca de mi casa, a la vuelta de la esquina. La dueña es una francesa pequeña y simpática que siempre está sonriendo. Tiene unos dulces de escándalo. He desayunado una tostada con aguacate y otra con mantequilla y mermelada en casa para poder resistir la tentación de pedir algo de comer (es caro). No he podido. En el momento en el que yo he cruzado el umbral de la puerta, ella ha sacado del horno una empanada rellena con una especie de pasta de almendras. He tenido que pedir un trozo. Y un café, y me he sentado a leer el periódico. Está lleno de noticias que me dejan indiferente o indignado. Las buenas historias están contadas con la misma falta de emoción que las malas y las frases, aunque están bien escritas, no son capaces de transmitir nada. Un chico entra con un pequeño paquete. Es un regalo para la chica rubia y de ojos azules que está en la esquina leyendo un libro gordísimo. Son unos cascos. 

El mundo se va a la mierda. La llegada de Trump al poder es la señal inequívoca de que estamos bajando las escaleras hacia el infierno de la autocracia. La política española sigue como siempre, enroscada en la serpiente de su propia autocompasión (de su filia autodestructiva). Decepciona todo. Entristece todo porque, por si esto no fuera suficiente, allí lejos, un pequeño gobernador persiste en su empeño de masacrar palestinos con la misma tenacidad de un niño que le ha cogido el gusto a matar zombis en el Black Ops II. En la cafetería, el chico pijo besa a la chica pija, entran dos ingleses que también están enamorados y una chica extranjera escribe en un cuaderno de papel que está encima de un libro gordo como la mano de un agricultor. Lo que quiero decir con esto es que frente a la estupidez y la violencia injustificada (tanto psicológica, de nuestros políticos, como física, de los gobernantes de otros países), libros y amor. Y el café recién hecho por una señora francesa pequeña y simpática. Yo estoy aquí, solo, aburrido, tomando un café muy rico pero muy caro, esperando el momento de salir a fumar. ¿A qué estoy esperando? Querer bien es un vicio. 

2.

Debí tirar más fotos, dice la canción. La niebla que ha caído estos días sobre el techo de Madrid ha cortado a la mitad las torres del Paseo de la Castellana. Escucho a Bad Bunny en bucle mientras entro en una de ellas y me pregunto por el futuro de la humanidad, los peces que caen del cielo y la barandilla de metal cuelga del techo de los dislocados. “Buenos días”, saludo a la señora de la entrada mientras me quito los cascos. “He venido a tatata”, le digo, y empiezo a escuchar los versos de DtMF saliendo del altavoz de mi móvil a todo volumen. Lo saco del bolsillo y apago la música. He sido rápido, pero me ha parecido una eternidad. Levanto la cabeza, miro a la señora, le digo: “Perdona”. Le doy mi nombre y mi DNI, lo apunta en un papel y me deja marchar. Debí tirar más fotos, de cuando te tuve, debí darte más besos y abrazos las veces que pude. Eso dice la canción. Querer es un vicio. De vuelta a casa, en el metro, un chico colombiano entra en el vagón y empieza a rapear. En la mochila lleva un perrito de apenas unos meses que lo mira todo con la curiosidad de un ser humano recién nacido. Cerca de él, sentado, un hombre sonríe con la locura de sus propios pensamientos mientras agarra cinco cigarrillos con la mano derecha como si estuviera a punto de encenderlos. No es ficción, dice el rapero, improvisando. No le dan ni un peso. Cinco puertas más allá entra otro. Se pone a rapear. La competencia es feroz. Mierda. Me he saltado la parada. 

3.

En uno de sus vídeos más icónicos, David Lynch enseña a su público a reparar unos pantalones. “Hoy estoy trabajando en reparar mis pantalones de trabajo”, dice. Está en una especie de garaje grande lleno de cosas. Viste una chaqueta vieja que le viene grande y una gorra gris. Está bien afeitado. Agarra la cámara y la apunta hacia abajo, hacia sus pantalones. “Os voy a enseñar cómo lo hago”, dice, y procede. El pantalón, verde, tiene unos rasguños descoloridos a la altura de la rodilla. Ni siquiera están realmente rotos. Primero avisa al espectador de que se ha puesto un paño debajo, para que la cola no traspase el pantalón y se pegue a la piel. Luego coge un bote de cola blanca que está viejo y amarillento como él, aprieta, se pone un poco en los dedos y lo empieza a extender por la zona afectada de su rodilla. “Así, el material del pantalón se hace más fuerte”, dice. Todavía no ha terminado. De repente, sin avisar, alarga la mano fuera del plano y aparece una paleta de colores. “He hecho una mezcla con el color de los pantalones”, dice. Coge un pincel, remueve la mezcla y empieza a pintarse los pantalones. El color del pantalón no se parece en nada a la mezcla que ha creado, pero no le molesta. Está en paz. Se pinta el pantalón con la parsimonia más envidiable.  Es fantástico porque lo hace mal, fatal, pero queda contentísimo con el resultado. Creo que no he visto más que escenas de las películas que hizo, pero le voy a echar de menos. 

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La foto de la portada es de una obra de JP.


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