No soy cura (de pequeño quise serlo, aunque de eso hablaremos otro día), pero el pasado domingo tuve que trabajar. Pensé que sería peor, que el mundo se me caería a los pies en la oficina, pero realmente todo se desmoronó antes, tomándome el primer café del día. No quedaba leche en casa, así que decidí bajar a desayunar a la calle. Tomar café en el bar de abajo un domingo sabiendo que tienes que trabajar es como ser policía secreta. Los demás creen que estás ahí para lo mismo que ellos, la tertulia dominical, pero nadie sabía realmente qué escondían aquellos ojos recién abiertos custodiados por una montura carey.
Abrí el periódico para matar el tiempo, leí por encima sobre las obras de la ciudad y pronto llegué a las esquelas. “Se está muriendo todo el mundo” me dijo un señor mayor apoyado en la barra, “se está poniendo de moda”, le repliqué con mi mejor sonrisa para que su chiste no cayese del todo en saco roto, aunque por su rostro entendí que no estaba de broma. Parecía ser que la ironía no estaba invitada a la fiesta aquel día. Al menos eso decían sus ojos. Salí del bar con el cuerpo algo raro, además, la tormenta que envolvía el país aquel fin de semana no terminaba de romper, pero las nubes grises teñían aquel cielo no de tristeza, pero sí de incertidumbre.
Decía Heidegger que somos seres arrojados al mundo, y no sé si fue Dios quien me puso en la tesitura de ver cómo aquel señor maldecía lo rápido que pasa todo esto, pero de camino al trabajo no pude no pensar en si tiene sentido nuestra existencia sin hacer las cosas que queremos de verdad. Y reconozco que hay días en los que la vida, tan fugaz, tan cruel, tan bonita, tan de verdad, se me escurre de las manos como una pastilla de jabón en el lavabo. El tiempo se diluye, y yo celebro cada hora que pasa en el trabajo porque es una menos para salir de esa cárcel que cotiza, ¿pero qué viene después de eso? ¿Tiene sentido celebrar el pasar de puntillas?
Me acuerdo de aquella escena de Woody Allen en Manhattan, tirado a la bartola en el sofá, en la que hace su particular lista de cosas por las cuales vale la pena vivir. Haciendo lo mismo, recordé muchas cosas por las que la vida merece la pena, y la mayoría de ellas lo único que me decían al oído, muy bajito, es que las exprimiese al máximo. Que las hiciese ahora, porque si no, ¿cuándo coño las iba a hacer?
Por eso he vuelto a ver el inicio de Midnight in Paris, porque su fotografía y su banda sonora son obligatorias -mínimo- una vez al año. Hay muchísimas cosas por las que merece la pena vivir. El sol de otoño y la playa vacía en plena galerna. Las miradas de reojo, las chicas guapas con cara lavada, los trajes de corto, el capote de Ortega. Merece la pena pegar el palo justo en un par 3 sabiendo que, si la bola va bien dirigida, existe la posibilidad de hacer hoyo en uno. Jugar al golf con mi madre y hablar de toros con mi padre. Cantar desafinando como locos en el coche. Merecen la pena cada old fashioned, cada manhattan y cada martini que recorre mi garganta sabiendo que vendrán más, pero que cada uno de ellos será irrepetible. Y también merecen la pena las cosas más sencillas, como las que lleva desde ayer cantando Diego de Carolina Durante en nuestras cabezas: hamburguesas, el fútbol, mi madre...hasta las putas gaviotas.
En definitiva, la vida merece la pena porque se está acabando. En gerundio. Y siendo de sobra conscientes de ellos somos -soy- tan imbéciles que no decimos las cosas. Que queremos a medias para no hacernos daño y decidimos salir a empatar con la vida. Desaparecer siguiendo el rastro de miguitas de pan que dejamos por el camino para no perdernos y hacer como si no hubiese pasado nada.
Perder quiere decir que hemos intentado ganar. La muerte no es más que la última consecuencia de la vida. Y la resaca es fruto de una noche divertida, inventada. No sabemos cuándo va a cerrar la discoteca, ¿de verdad no vamos a bailar esta canción?