Circula por internet la enésima comparativa entre los actuales borbones y algunos de sus antepasados. En esta ocasión - serán los años de Juan Carlos y Elena, o la indescriptible mirada de Froilán - el parecido es escandaloso, fotocopil. Campechano es Carlos IV; su hija, la viva imagen de la Reina Maria Luisa y nuestro favorito, caótico Pipe, clavadito a Fernando VII. Esperemos que no herede. O sí, para que la diversión y la decadencia sean ya totales.
¡Dios mío, lo que es la genética! - dice mi madre. Los saltos y regates de las herencias son así de caprichosos, como si obedecieran al resultado de una ruleta biológica que una simpática azafata hace girar y girar. De pronto zas, te toca la mirada o el belfo o la napia de alguien que existió hace 200 años.
El problema es que, en el caso de los Reyes, tienen el privilegio de saber con exactitud a quién les ha tocado en suerte parecerse (todos los cuadros de la familia expuestos en museos), mientras que los plebeyos carecemos de referencias (todos los recuerdos se perdieron como lágrimas en la lluvia). Seguramente, yo me parezca a un tío bisabuelo estibador o a un primo de mi tatarabuelo que se afrancesó en la época de Goya. O que se echó al monte, inventando la guerra de guerrillas. Nunca lo sabremos. Pero hace mucha gracia pensar en alguien con mi careto y peluca y casaca; oxidada bayoneta y dudosa higiene.
Es fácil imaginarse a las familias reales detectando estos parecidos muy pronto entre los suyos, disfrutando de un deporte vedado a las familias que no lleven haciéndose retratos durante 500 años. Retumban en los salones vaciles como: “Ja, ja. Te pareces a Godofredo de Habsburgo, el que vivió toda su vida encaramado a los árboles”.
La pregunta es qué haremos el resto de los mortales con el cambio de paradigma que nos brindó la aparición de la fotografía. Cuando rebusco entre los álbumes familiares con mi abuela, sí que veo algunos parecidos fugaces en fotos remotas de su juventud o en la (hollywoodiense) manera de posar de mi abuelo; incluso con esos espectros bigotudos y blanquecinos que eran sus padres, mis bisabuelos.
Quizá seamos capaces de encontrar una manera de clasificar el abrumador empacho de fotos digitales que tomamos a todas horas; seleccionar e imprimir algunas para que perduren. Y así conseguir que las siguientes generaciones disfruten de jugar “a qué antepasado del siglo XXI te pareces”. Además de la evidente diversión, a lo mejor contribuye a desarrollar una sensación de historia y de legado, que nos haga pensar a más largo plazo y conservar algunas buenas tradiciones.
Algo bonito, sería hacerlo parecido a los altares que tienen los taoístas en el jardín de su casa (aquella religión de la peli Mulán). Sería interesante, ¿os imagináis? Año 2204: “Ja, ja. Te pareces al tronado ese que escribía chorradas en internet”.