¿Cuándo volvemos del viaje?

No es que no quisiese ir a Nueva York, el problema no era ese realmente.

La vida tiene esa parte de azar que la hace incontrolable y adictiva a partes iguales. Por eso hay decisiones que, sin darnos cuenta, cambian por completo el rumbo que llevábamos hasta el momento en nuestras vidas. Una especie de videojuego con un modo campaña en el que según qué hagas recorrerás un camino u otro. Pasa algo parecido con los viajes. Elegir un destino por delante de otro hace que tu vida cambie por completo aunque no seas del todo consciente. Por eso una decisión tan aparentemente fácil puede acabar siendo compleja.

No es que no quisiese ir a Nueva York, el problema no era ese realmente. Más bien me pasaba lo contrario. Había una curiosidad latente dentro de mí, unas ganas locas que se mezclaban con un miedo terrible que me generaba una cierta parálisis a la hora de clicar el botón para comprar esos billetes. Puede que solo fuese miedo al deseo de desear hacer algo. Así que cagado de miedo me planté en el JFK, pillé un metro a las tantas de la madrugada camino de Manhattan y me hospedé en un albergue de Chelsea sin saber que ese viaje -esa decisión- cambiaría de nuevo las reglas del juego.

Cuando uno se adentra en ese Vietnam de taxis amarillos y rascacielos entiende que esa prisa no debe ser sana para nadie, pero como todo lo malo, existe una atracción que no puedes remediar. La vida exprimiendo la vida. El tiempo echándole un pulso al tiempo. Manhattan no madruga, tampoco duerme. Nueva York juega a sacarle rédito a cada grano del reloj de arena, y ese espíritu se te mete por dentro desde el primer día como los aliens de Space Jam en los cuerpos de los jugadores de la NBA para robarles sus habilidades. 

Tras ser atrapado por la ciudad tienes dos opciones: o te dejas devorar por la bestia o te adaptas. De pronto el miedo desaparece por un tiempo, entiendes que en el fondo somos animales y que en nuestro instinto está la adaptación al medio. De pronto todo adquiere un color especial que sólo puedes encontrar en el ruido, el humo que sale de las alcantarillas, las hojas de los árboles otoñales que dan oxígeno a la ciudad y los ojos de algunas chicas que van a toda prisa. Paseas por el West Village, lees un rato en Central Park, te bebes el martini de tu vida y le das las gracias a Woody, a Enric González, a Garci, a King Kong, a tu padre y a todas y cada una de las personas que decidieron que era una buena idea enseñarte esta ciudad a su manera para que tú puedas meterlas todas ellas en una coctelera y beberlas a continuación durante ocho días.

La vida pasa tan rápido que al pestañear se ha cumplido un año de aquella semana de la que aún no he vuelto. ¿Cómo es posible? Si hace dos días paseaba mirando al cielo de esa ciudad embobado con sus edificios. Por eso me pregunto cuándo se vuelve del viaje. Si realmente soy el de ahora, el que se fue a comerse la gran manzana o ambos. Puede que dejemos un trocito de nosotros en cada ciudad que visitamos. Tipos diminutos que se convierten en corresponsales de la memoria y nos recuerdan lo felices que fuimos en esos lugares. Por un segundo me pareció una buena idea quedarme allí. Diluirme entre el barullo. Ser uno más. Sin nombre ni apellidos. Únicamente un hombrecillo con prisa.

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No es que no quisiese ir a Nueva York, el problema no era ese realmente.

La vida tiene esa parte de azar que la hace incontrolable y adictiva a partes iguales. Por eso hay decisiones que, sin darnos cuenta, cambian por completo el rumbo que llevábamos hasta el momento en nuestras vidas. Una especie de videojuego con un modo campaña en el que según qué hagas recorrerás un camino u otro. Pasa algo parecido con los viajes. Elegir un destino por delante de otro hace que tu vida cambie por completo aunque no seas del todo consciente. Por eso una decisión tan aparentemente fácil puede acabar siendo compleja.

No es que no quisiese ir a Nueva York, el problema no era ese realmente. Más bien me pasaba lo contrario. Había una curiosidad latente dentro de mí, unas ganas locas que se mezclaban con un miedo terrible que me generaba una cierta parálisis a la hora de clicar el botón para comprar esos billetes. Puede que solo fuese miedo al deseo de desear hacer algo. Así que cagado de miedo me planté en el JFK, pillé un metro a las tantas de la madrugada camino de Manhattan y me hospedé en un albergue de Chelsea sin saber que ese viaje -esa decisión- cambiaría de nuevo las reglas del juego.

Cuando uno se adentra en ese Vietnam de taxis amarillos y rascacielos entiende que esa prisa no debe ser sana para nadie, pero como todo lo malo, existe una atracción que no puedes remediar. La vida exprimiendo la vida. El tiempo echándole un pulso al tiempo. Manhattan no madruga, tampoco duerme. Nueva York juega a sacarle rédito a cada grano del reloj de arena, y ese espíritu se te mete por dentro desde el primer día como los aliens de Space Jam en los cuerpos de los jugadores de la NBA para robarles sus habilidades. 

Tras ser atrapado por la ciudad tienes dos opciones: o te dejas devorar por la bestia o te adaptas. De pronto el miedo desaparece por un tiempo, entiendes que en el fondo somos animales y que en nuestro instinto está la adaptación al medio. De pronto todo adquiere un color especial que sólo puedes encontrar en el ruido, el humo que sale de las alcantarillas, las hojas de los árboles otoñales que dan oxígeno a la ciudad y los ojos de algunas chicas que van a toda prisa. Paseas por el West Village, lees un rato en Central Park, te bebes el martini de tu vida y le das las gracias a Woody, a Enric González, a Garci, a King Kong, a tu padre y a todas y cada una de las personas que decidieron que era una buena idea enseñarte esta ciudad a su manera para que tú puedas meterlas todas ellas en una coctelera y beberlas a continuación durante ocho días.

La vida pasa tan rápido que al pestañear se ha cumplido un año de aquella semana de la que aún no he vuelto. ¿Cómo es posible? Si hace dos días paseaba mirando al cielo de esa ciudad embobado con sus edificios. Por eso me pregunto cuándo se vuelve del viaje. Si realmente soy el de ahora, el que se fue a comerse la gran manzana o ambos. Puede que dejemos un trocito de nosotros en cada ciudad que visitamos. Tipos diminutos que se convierten en corresponsales de la memoria y nos recuerdan lo felices que fuimos en esos lugares. Por un segundo me pareció una buena idea quedarme allí. Diluirme entre el barullo. Ser uno más. Sin nombre ni apellidos. Únicamente un hombrecillo con prisa.

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