¿Cuánto dura un Chupa Chups?

Desayunar como trabajador de la Administración Pública es algo que no se puede contar sin antes haberlo vivido. Uno intuye cómo puede ser pero, tras haber sobrevivido a un descanso en mitad del horario laboral junto a un funcionario, la vida adquiere otro color, otra razón de ser. ¿A qué huele el tiempo perdido? Fácil: a tabaco y posos de café torrefacto mezclados con restos de azúcar. A conversaciones cuyo único fin no es conseguir la paz en el mundo ni la erradicación de la pobreza sino rascarle cinco minutos más a la jornada laboral. 

Durante mis prácticas de verano, preferí optar por la fórmula rápida de la manzana o el plátano. Si acaso un café de vez en cuando para espabilarme. Pero estar tiempo de más desayunando me daba cosa. Perder mis principios -si es que alguna vez tuve- no estaba en mis planes, pero un día, como si la adrenalina llamara a mi puerta desesperadamente, me tomé mi tiempo a la hora del desayuno. Crucé la avenida para entrar en una barraca (no viene en la RAE, pero es como se le dice en Cádiz a las tiendas de chuches) y volver a la infancia. Agarré un par de Chupa Chups -de marca, claro- y los deposité en el mostrador con la sonrisa de aquel hombre que lo único que quiere es cumplir su sueño de niño. 

No era una cuestión de nostalgia ni de hipoglucemia, por favor, agárrense a sus asientos, lo único que quería era saber cuánto dura un Chupa Chups en la boca sin llegar a morderlo. Nunca quise ser científico, es más, de pequeño quería ser sacerdote o veterinario. Pero aquel día me quise sentir como Flippy o Marron en El Hormiguero. Descubrir algo. Un hallazgo histórico. Jugar a experimentar con algo que no fuese mi futuro laboral. Qué le vamos a hacer. Así que, en un tren de camino a Sevilla, le quité el envoltorio al caramelo y comenzó la aventura.

Joder, qué decepción me llevé. Doce minutos duró el experimento. Me imaginaba saliendo de la estación de San Bernardo a lo Cruyff con el palito en la boca todo serio. A lo Tony Soprano con sus patos. Pensé que sería la viva imagen de un tipo duro con algo dulce dentro de sí. En cambio, a la llegada a San Fernando, aquel Chupa Chups se terminó de deshacer como aquellos sueños que todos tuvimos siendo niños, como cualquier amor de verano que, por un instante, parecía eterno.

Si puedo sacar algo positivo de aquel Chupa Chups, es que hacía mucho tiempo que no cuidaba algo. En vez de querer romperlo con mis molares como cuando era pequeño y comérmelo de una sentada mientras me relajaba con el crujir del caramelo en mi boca, quise saborearlo. Darle forma. Disfrutarlo poquito a poco para, así, poder recordar la metamorfosis que había sufrido ese palito (vivir de recuerdos creo que es marca de la casa).

Puede que el maldito Chupa Chups sólo fuese una excusa para darme cuenta de lo que quiero en la vida. De cómo me apetece hacer las cosas a partir de ahora. Algo parecido a aquella escena final de Primos en la que Quim Gutierrez conversa con Inma Cuesta acerca de las ganas que tiene de comerse un sobao pasiego, pero también le dice que no se lo quiere zampar de golpe. Que quiere hacerlo tranquilamente. Con sentido.

Hay que cuidar las cosas. Da igual que sea un caramelo pegado a un palo o un puchero. Hay que echarle papas a la vida, pero a fuego lento. Con cariño.

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