Darse una hostia

"no ha existido nunca nadie que haya sorteado las curvas ni trazado las rectas con más gracia que yo sobre una bicicleta

Corono la cima de Garabitas con la sensación de que soy joven, soy fuerte y soy imparable, que no hay alcohol ni remordimiento ni desamor que me detenga, como tampoco lo pueden hacer las pronunciadas pendientes de este cerro que hace casi un siglo sirvió de escenario de batallas a otros jóvenes y fuertes y seguramente también autopercibidos imparables, pobrecicos nuestros, pero yo desde luego sí que lo soy, porque estos minutos de supuesto sufrimiento en el ascenso ni me han hecho cosquillas, porque he subido silbando, que dirían los clásicos del siempre sublime argot ciclista -y no digo fumando porque afortunadamente mis vicios son finitos- y porque es aquí y es ahora, en esta soleada tarde de viernes de enero en la Casa de Campo cuando, después de una subida de otra época, de otro ciclismo casi, agarrado desde abajo al manillar, con el culo pegado al sillín y con el mismo ritmo machacón desde el primer metro hasta la última rampa, que mira que se hace dura la hija de puta, es aquí cuando decido tirarme con una determinación casi suicida a un vacío que no es tan vacío, porque me conozco cada metro de la subida y posterior bajada como la palma de mi mano, a fuerza de repetir ruta una y mil veces, y suicida es mi determinación como lo es el espíritu de Vincenzo Nibali que ahora me domina, y pienso que no ha existido nunca nadie que haya sorteado las curvas ni trazado las rectas con más gracia que yo sobre una bicicleta, y al hacerlo experimento un gozo al que no encuentro palabras al diccionario para poder expresarlo con respeto y verosimilitud, recreándome en la gozada que es ver todo Madrid desde arriba, a 50 por hora, con el viento en la cara y el sol en los brazos, pensando que debo estar ciertamente atractivo en esa película o videoclip que uno se hace cuando lleva los auriculares puestos en cualquier situación, pero más si cabe en esta, ahora que soy hijo de la velocidad, una especie de héroe griego con wifi, y pienso en todo esto y en lo sorprendentemente pronto que voy a llegar a casa y en lo mucho que merece la pena aprovechar estos días, porque hay que ver el pedazo de día que hace para coger la bici, meterse como si nada unos cien kilómetros entre pecho y espalda, volver a casa empapado en el sudor de los días felices, homenajearse con una señora ducha que acabe con el agua de media provincia y quién sabe si apetecerá masturbación, pedirse la hamburguesa más grasienta de todo Uber Eats justo antes de degustar cuatro horas de contenido audiovisual deportivo sin interrupción, y cuando la molicie amenace con aparecer, justo en ese momento, ponerse guapete, echarse la colonia de las noches especiales, no la del rutinario día a día sino la cara, salir a comerse el mundo y de paso comerse también media pastilla rosa, beber doce o trece cervezas que servirán de aperitivo a cinco gintonics progresivamente más cargados y más caros, y cuando la voz interior me diga oye Luis yo creo que ya está bien la broma y por hoy ya es suficiente volver a casa sin ninguna prisa y con la música a todo volumen en los cascos, que mañana será otro día y aún no hemos hecho planes. Y en todo eso iba pensando yo cuando al sortear la última curva de la bajada, la que conectaba la pendiente con el llano, la mala fortuna o el despiste o sencillamente mi torpeza quisieron que la rueda de atrás de mi bicicleta, a la que yo a estas alturas ya daba tratamiento de Bucéfalo o de Babieca, patinase con una especie de grava o arena, llevando a la práctica la teoría de la fuerza centrípeta y, en un ejercicio de coherencia física absoluta,  regalarme una señora hostia con el pavimento de las que, de haber sido grabada y de estar en 1997, hubiese salido sin ningún género de dudas en Impacto Total, justo después de una cornada a un mozo en un encierro de cualquier municipio español y justo antes de un coche despeñándose por un barranco en un rally de Finlandia.

La del pasado viernes no fue mi primera hostia, la edad y la inconsciencia en lo vivido impiden que lo sea. De aquella manera, a ojo de buen cubero, estimo que voy a hostia por año. Curiosamente, el anterior concluyó sorprendentemente tranquilo, sin sobresaltos, así que espero que la recién vivida no se haya despistado y venga con retraso, sino que corresponda a este 2024 y haya decidido madrugar.

Motivos del leñazo hay tantos como golpes en sí, siempre son variados y achacables a múltiples factores. La mala suerte, el ritmo autoimpuesto, los timings, que no siempre ayudan o incluso el compañero de viaje elegido. Hace dos años me partí las dos muñecas por ir emocionadísimo contando batallitas a una persona que pensaba que me hacía caso. Dolorosísimo. Como en las grandes vueltas, errar en el compañero de escapada, recorrer esos caminos perdidos de Dios con quien distrae más que guía, con quien no avanza sino entretiene, es garantía de aventura abocada al fracaso. Y eso que no soy especial defensor de tal consuelo porque descarga la responsabilidad de uno mismo. Al final todo se reduce a una cuestión de expectativas. Y ahí no hay más responsable que el encargado de diseñarlas y, por ende, de  creérselas, aunque sigue doliendo asumir que la realidad nunca está a la altura de las expectativas. 

En esa anatomía de una caída protagonizada no por un escritor francés sino por un simulacro de ciclista españolito, mi lamento no es por el labio partido, las quemaduras en el brazo o la muñeca nuevamente fisurada; lo realmente doloroso fue privarse de esa ducha redentora que mi cabeza ya saboreaba. Y de las posteriores fichas de dominó que nunca cayeron. 

Del reciente hostión extraigo un par de conclusiones. La primera, qué zote fui al no valorar los momentos de salud, esto es, los momentos felices, mientras me perdía en batallas insustanciales. La segunda, he de asumir que toda entrega con pasión y determinación suicida conlleva el inevitable peligro de un trastazo como el de Garabitas, pero es precisamente ese riesgo en el descenso el que me mantiene vivo y hace que cada metro de subida haya merecido la pena.

¿Que si volvería a lanzarme a 50 por hora por una pendiente, aun sabiendo que probablemente me vaya a dar el hostión? Sí, sin duda. Con los ojos cerrados si hace falta.

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"no ha existido nunca nadie que haya sorteado las curvas ni trazado las rectas con más gracia que yo sobre una bicicleta

Corono la cima de Garabitas con la sensación de que soy joven, soy fuerte y soy imparable, que no hay alcohol ni remordimiento ni desamor que me detenga, como tampoco lo pueden hacer las pronunciadas pendientes de este cerro que hace casi un siglo sirvió de escenario de batallas a otros jóvenes y fuertes y seguramente también autopercibidos imparables, pobrecicos nuestros, pero yo desde luego sí que lo soy, porque estos minutos de supuesto sufrimiento en el ascenso ni me han hecho cosquillas, porque he subido silbando, que dirían los clásicos del siempre sublime argot ciclista -y no digo fumando porque afortunadamente mis vicios son finitos- y porque es aquí y es ahora, en esta soleada tarde de viernes de enero en la Casa de Campo cuando, después de una subida de otra época, de otro ciclismo casi, agarrado desde abajo al manillar, con el culo pegado al sillín y con el mismo ritmo machacón desde el primer metro hasta la última rampa, que mira que se hace dura la hija de puta, es aquí cuando decido tirarme con una determinación casi suicida a un vacío que no es tan vacío, porque me conozco cada metro de la subida y posterior bajada como la palma de mi mano, a fuerza de repetir ruta una y mil veces, y suicida es mi determinación como lo es el espíritu de Vincenzo Nibali que ahora me domina, y pienso que no ha existido nunca nadie que haya sorteado las curvas ni trazado las rectas con más gracia que yo sobre una bicicleta, y al hacerlo experimento un gozo al que no encuentro palabras al diccionario para poder expresarlo con respeto y verosimilitud, recreándome en la gozada que es ver todo Madrid desde arriba, a 50 por hora, con el viento en la cara y el sol en los brazos, pensando que debo estar ciertamente atractivo en esa película o videoclip que uno se hace cuando lleva los auriculares puestos en cualquier situación, pero más si cabe en esta, ahora que soy hijo de la velocidad, una especie de héroe griego con wifi, y pienso en todo esto y en lo sorprendentemente pronto que voy a llegar a casa y en lo mucho que merece la pena aprovechar estos días, porque hay que ver el pedazo de día que hace para coger la bici, meterse como si nada unos cien kilómetros entre pecho y espalda, volver a casa empapado en el sudor de los días felices, homenajearse con una señora ducha que acabe con el agua de media provincia y quién sabe si apetecerá masturbación, pedirse la hamburguesa más grasienta de todo Uber Eats justo antes de degustar cuatro horas de contenido audiovisual deportivo sin interrupción, y cuando la molicie amenace con aparecer, justo en ese momento, ponerse guapete, echarse la colonia de las noches especiales, no la del rutinario día a día sino la cara, salir a comerse el mundo y de paso comerse también media pastilla rosa, beber doce o trece cervezas que servirán de aperitivo a cinco gintonics progresivamente más cargados y más caros, y cuando la voz interior me diga oye Luis yo creo que ya está bien la broma y por hoy ya es suficiente volver a casa sin ninguna prisa y con la música a todo volumen en los cascos, que mañana será otro día y aún no hemos hecho planes. Y en todo eso iba pensando yo cuando al sortear la última curva de la bajada, la que conectaba la pendiente con el llano, la mala fortuna o el despiste o sencillamente mi torpeza quisieron que la rueda de atrás de mi bicicleta, a la que yo a estas alturas ya daba tratamiento de Bucéfalo o de Babieca, patinase con una especie de grava o arena, llevando a la práctica la teoría de la fuerza centrípeta y, en un ejercicio de coherencia física absoluta,  regalarme una señora hostia con el pavimento de las que, de haber sido grabada y de estar en 1997, hubiese salido sin ningún género de dudas en Impacto Total, justo después de una cornada a un mozo en un encierro de cualquier municipio español y justo antes de un coche despeñándose por un barranco en un rally de Finlandia.

La del pasado viernes no fue mi primera hostia, la edad y la inconsciencia en lo vivido impiden que lo sea. De aquella manera, a ojo de buen cubero, estimo que voy a hostia por año. Curiosamente, el anterior concluyó sorprendentemente tranquilo, sin sobresaltos, así que espero que la recién vivida no se haya despistado y venga con retraso, sino que corresponda a este 2024 y haya decidido madrugar.

Motivos del leñazo hay tantos como golpes en sí, siempre son variados y achacables a múltiples factores. La mala suerte, el ritmo autoimpuesto, los timings, que no siempre ayudan o incluso el compañero de viaje elegido. Hace dos años me partí las dos muñecas por ir emocionadísimo contando batallitas a una persona que pensaba que me hacía caso. Dolorosísimo. Como en las grandes vueltas, errar en el compañero de escapada, recorrer esos caminos perdidos de Dios con quien distrae más que guía, con quien no avanza sino entretiene, es garantía de aventura abocada al fracaso. Y eso que no soy especial defensor de tal consuelo porque descarga la responsabilidad de uno mismo. Al final todo se reduce a una cuestión de expectativas. Y ahí no hay más responsable que el encargado de diseñarlas y, por ende, de  creérselas, aunque sigue doliendo asumir que la realidad nunca está a la altura de las expectativas. 

En esa anatomía de una caída protagonizada no por un escritor francés sino por un simulacro de ciclista españolito, mi lamento no es por el labio partido, las quemaduras en el brazo o la muñeca nuevamente fisurada; lo realmente doloroso fue privarse de esa ducha redentora que mi cabeza ya saboreaba. Y de las posteriores fichas de dominó que nunca cayeron. 

Del reciente hostión extraigo un par de conclusiones. La primera, qué zote fui al no valorar los momentos de salud, esto es, los momentos felices, mientras me perdía en batallas insustanciales. La segunda, he de asumir que toda entrega con pasión y determinación suicida conlleva el inevitable peligro de un trastazo como el de Garabitas, pero es precisamente ese riesgo en el descenso el que me mantiene vivo y hace que cada metro de subida haya merecido la pena.

¿Que si volvería a lanzarme a 50 por hora por una pendiente, aun sabiendo que probablemente me vaya a dar el hostión? Sí, sin duda. Con los ojos cerrados si hace falta.

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