Decathlon: mi Imperio romano

Hace no mucho se puso de moda aquello de: ¿Cuánto piensan los hombres en el Imperio romano? Las redes sociales se llenaban de reporteros intrépidos preguntando a la gente si pensaba a menudo en el Imperio romano, y sorprendentemente muchos de los entrevistados afirmaban que sí, que pensaban en ello muchas veces a la semana. Lo primero que pensé al ver estas respuestas es que soy la peor persona del universo porque nunca pienso en el Imperio romano. ¿Soy un inculto? ¿Qué pensaría Trajano de mí si se enterara? ¿Y mi profesora de historia del colegio? Y lo más importante de todo, ¿cuál es mi Imperio romano? Debe haber algo en lo que piense repetidas veces a la semana. Recurro un par de veces a la semana a tutoriales en instagram para mejorar mi swing, pero realmente me paro a verlos porque el algoritmo me los envía a mansalva, así que no vale como respuesta. El Cádiz tampoco, porque hasta el día previo al partido no suelo pensar en el equipo mucho más. Debe ser algo que busque a conciencia. Algo que me haga abstraerme completamente de una conversación durante unos segundos. ¡Bingo! Lo tengo. El maldito Decathlon.

Dice Antonio Agredano que Decathlon no es más que una tienda de disfraces. Que uno puede salir de allí disfrazado de tenista, de jinete o de pescador. Cuánta razón, Antonio. Mis amigos y yo acudimos a Decathlon sabiendo que es lo más parecido a Disneyland que tenemos a nuestro alcance. No hemos hecho escalada en la vida, pero por algún dichoso motivo uno de nosotros ve un arnés a lo lejos y se lo quiere probar. Y después del arnés va el casco. Y después del casco la foto. Y después de la foto acabas buscando grupos de escalada cerca de Cádiz en Facebook. Y ese círculo vicioso no para hasta que asoma cualquier otro deporte súper técnico por el pasillo siguiente y te vuelves a disfrazar. ¿Cómo se me dará el tiro con arco? ¿Y si compro esta mesa de ping pong para el comedor? Total, en caso de que mi madre me mande a freír espárragos siempre puedo volver a venir para devolverla, y de paso comprarme un equipo de buceo y una bici de montaña para empezar a salir a hacer rutas por el monte, aprovechando que el buen tiempo ya está aquí. 

Y no solo me persigue Decathlon cuando un amigo dice por el grupo de WhatsApp que si alguien le acompaña porque tiene que recoger un pedido o algo por estilo. Para colmo soy un adicto a su app y sus descuentos. Hago ingeniería matemática para saber cuántos botes de bolas de pádel tengo que comprarme para llegar al descuento de seis euros y así poder llevarme uno gratis. ¿Cómo se puede vivir así? Me lo pregunto repetidas veces, pero, ¿y lo feliz que soy? Eso no me lo quita nadie. Para colmo, además de la app y la tienda física, llegó a la ciudad hace un tiempo el Decathlon City. Unas tiendas pequeñas que traen a las ciudades productos esenciales. Un trocito de esos establecimientos gigantescos que viven en la periferia y que son las catedrales modernas de algunos polígonos industriales de nuestro país. Así que si quiero comprarme algo por la web lo puedo recoger al lado de mi casa y con el envío gratis. ¿Qué más se puede pedir?

Lo confieso, no puedo vivir sin mi amado Decathlon. Y me da miedo que se acabe esta historia de amor. Porque como cualquier historia, en algún momento se acabará. Habrá un día en el que en vez de tener dos hobbies nuevos al mes tenga una casa, y tendré que cambiar Decathlon por Leroy Merlín. Y en vez de zapatillas de correr bichearé espiches, tornillos y taladros. Pero como no me gusta pensar demasiado en el futuro, aún estoy a tiempo de ir a Decathlon una vez más. Así que lo dejo aquí, que tengo que ir a comprarme unas chanclas. Marca Tribord, por supuesto.

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