Dejar de molar a tiempo

Conocí a un chaval con una peculiar aunque efectiva táctica para ligar. El chico, un poco  atribulado aunque bien espabilado para lo que quería, partía de una máxima universal, esa que afirma que lo mejor de los viajes es siempre volver a la ciudad de origen para contarlo. Lo de Luis Miguel Dominguín con Ava Gardner, vaya, sólo que aquí el sexo era consecuencia del adornado relato y no el objeto de lo contado.

El paisano se servía de su año de erasmus en Italia y su más que razonable dominio del idioma para hacerse pasar por italiano, también de erasmus, sólo que esta vez en Madrid. No es que hablase italiano, su depurado método era más sutil; hablaba español con acento italiano, imperceptible para los no conocedores de la lengua. Hasta se permitía el lujo de colar palabras clave para hacer su discurso más creíble, un allora por aquí, un pomeriggio por allá. Y daba el pego. Le funcionaba. Ay, españolitas mías, si os vieseis desde fuera.

Para su correcta función requería de la colaboración externa. Yo mismo le brindé en una ocasión la necesaria complicidad del colega, eso tan espinoso de lo que siempre se debe huir. Debía ser una tarde primaveral, una de esas que hacen auténtica afición al botellón. Multitud de universitarios repartidos por la pradera, y en estas apareció él, que nos conocía a unos cuantos. El tipo era bien simpático, las cosas como son. Cuando terminó de contarnos -en español, todavía no había deseo sexual- su andanzas por Italia, y al ver la compañía femenina unos metritos más allá, nos pidió una introducción en el grupo y que le siguiéramos el juego. Y empezó la función. Nosotros, descojonados, claro, ¿qué se supone que íbamos a hacer? Ellas, encandiladas. Y así pasaron las horas. Entre fidanzattos y calimochos.

El problema vino cuando a la tarde se le fue poniendo cara de noche y las chicas nos invitaron a casa de una de ellas para seguir las copas, los tonteos y la primavera. Lo que iba a ser un juego de quince minutos se convirtió prácticamente en una jornada laboral de interpretación. Contra todo pronóstico y admirable tesón, el falso italiano no se vino abajo, pero bajó la guardia, se relajó. No le podemos achacar nada, imagínate tú poniendo acento de Verona durante seis horas seguidas, eso agota hasta al más pintado. Es que ni en la Resad.

Era gracioso verle discutir en una punta del sofá con sus correligionarios sobre fútbol en un madrileño bien castizo y hasta cierto punto vehemente, y a los cinco minutos cambiar el registro y volver al castellano italianizado con la primera que le hiciese caso. Le pillaron, lógicamente. El chaval, avergonzado, se sintió en deuda por tamaña ofensa, y en una de sus comunes extravagancias, le debió parecer buena idea ponerse a fregar las copas a modo de disculpa. Un acto de buena fe. Si el chaval no tenía maldad. 

No contó sin embargo el amigo con la torpeza del que empieza a beber a las seis de la tarde con el sol de España pegando en el cogote y le dan las doce de la noche. De tanto frotar, rompió dos copas con sus manazas, y para no empeorar las cosas hizo como si no hubiese pasado nada, dejando los restos de los cristales escondidos sibilinamente entre baldas y armarios. Le volvieron a pillar. Se armó la marimorena. 

Le echaron de la casa, naturalmente, sin que éste tuviese fuerzas para plantar más batallas. Se fue, humillado por mentiroso, por cretino, por mal actor, por inconsistente, por torpón y nuevamente por mentiroso. Su pecado fue no saber dejar de molar a tiempo. 

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