Hemos conseguido un piso con terraza en pleno barrio Chamberí. La terraza es enorme, gigantesca, descomunal, apoteósica, increíble, infinita como el océano Atlántico, un sueño de infancia, una bendición del dios madrileño, que aprieta pero no ahoga. ¡Qué terraza!, dice la gente cuando entra. El piso es un primero y la terraza solo es el tejado de una clínica veterinaria, pero da igual. Hoy hemos salido en bañador, nos hemos mojado el pelo con una botella de agua y hemos tomado el sol como si fuéramos ricos, como si la terraza no estuviera rodeada de vecinos mirones, como si fuera el jardín de una casa en Ibiza o la arena caliente de la playa de Sicilia a la que no vamos a ir porque estamos trabajando.
Después de tomar el sol, comer ensalada de garbanzos y dormir la siesta, hemos encontrado dos palets. Estaban en la calle, muy lejos del piso. Los hemos arrastrado durante veinte minutos, con sus astillas y sus tantos kilos de peso, poco a poco, calle a calle, hasta la bendita terraza. Vamos a utilizarlos para poner un huerto vertical (¡claro que vamos a poner un huerto!). El huerto va a tener perejil y albahaca, para no empezar muy fuerte, y luego G. (el comandante, el almirante, el matarife del huerto) quiere plantar tomates Cherry y pimientos y ajos y más cosas, muchas más cosas. Yo creo que, al final, todas las cosas del mundo van a estar en ese huerto.
Incluidas nuestras ilusiones, nuestras conversaciones nocturnas sobre el futuro de Europa (“¿Pero alguien sabe realmente cómo funcionan las elecciones en Francia?”, pregunta alguien. “Espera, que lo busco en Google”, contesta otro mientras la cerveza y el tabaco corren por la mesa), la religión, los terraplanistas (“el amor no tiene lógica”), y el amor. Ese amor que en Madrid se estira, se deforma, se contrae, se vuelve oscuro y enrevesado, categórico y flexible, expansivo y complicado hasta desaparecer entre las sillas rotas y los móviles siempre encendidos, entre las sonrisas amargas, las conversaciones dejadas en visto, y las dudas —que se pierden como mecheros en el horizonte—, los recovecos y las historias demasiado complicadas.
Da igual todo porque ya tenemos dos palets y una ilusión: rebelarnos contra el sistema y disfrutar de esta ciudad que nos arruina y nos impide vivir la vita lenta. Esa que me aparece en Instagram cuando me entra la ansiedad porque tengo mucho trabajo y me distraigo con cualquier cosa para no ponerme a trabajar. Voy a reclamar esa vida que va de tomar un café en la terraza y no hacer nada más que estar con la gente y dejarse aturdir por el sol insoportable de las cuatro de la tarde (baldosas calientes como una sartén recién retirada del fuego y el manillar abrasador de la silla reclinable que hemos rescatado de la basura).
Estoy leyendo un libro en el que el protagonista duda: “¿Ha muerto la revolución nada más nacer?, se preguntaba Josep, viendo dar vueltas a su mulo negro en torno a la noria. ¿Debo decir adiós a la vida con la que tanto soñé en Lérida? ¿A eso se le llama madurar? ¿A esta derrota?”. Yo no quiero madurar si madurar es dejar de soñar con ir a Lérida mientras observas, atónito de aburrimiento, las vueltas que da el mulo en torno a la noria. ¿Me estaré equivocando?, me pregunto siempre que mi mente no tiene otra cosa con la que ocuparse. ¿Debería ser un poco menos intenso? No importa. ¿A quién le importa? Tenemos dos palets en la terraza y eso, de alguna manera, nos vuelve un poco más invencibles.