Lo cierto es que llevo ya varios días, en concreto 16, desde la muerte de Fernando Sánchez-Dragó, pensando en cómo ordenar los sentimientos que ésta me provocó y, más precisamente, lo que los esperables tweets felicitándose sobre su muerte me hicieron sentir. Era Dragó, barrunto, un caso extremo de lo de la separación de vida y obra, ese manido lugar común en el que se atascan las ruedas de las conversaciones culturales una y otra vez.
Bien, si hay que tomar partido, diré que me parecía un histriónico sin par y que probablemente tuviera una de esas personalidades que consiguen mosquearme al poco rato. No lo he leído así que sobre su obra no puedo opinar. No obstante, su personaje no fue otro que el de un pirado bibliófilo que hizo, durante años, alucinantes programas televisivos con debates o entrevistas literarias (mi favorita, la de Panero con su biógrafo-canguro J.Benito Fernández) en los que el juego consistía, precisamente, en ser lo más pedante posible. Es justo en esta lógica de extremos en la que tiene sentido su persona pública bufonesca o más benévolamente corsaria, como decía el otro día su amigo Luis Alberto de Cuenca.
Este caso de irritante-personalidad-como-la-broma-en-sí fue identificado por los chanantes a leguas, pariendo uno de mis celebrities favoritos, que aquí comparto como humilde obituario.
Sin embargo, he de confesar que lo que me ha estado quitando (un poco) el sueño son los mensajes alegrándose de su muerte.
En primer lugar está la polémica, a saber: el hecho de que el tardo-Dragón se significara políticamente a favor de VOX e incluso, según se dice, fuera quien propuso a Ramón Tamames como candidato del Gobierno en la moción de censura presentada por Santiago Abascal - regalándonos, dicho sea de paso, divertidísimas escenas fruto de la reducción al absurdo de ese matrimonio feliz que conforman la partitocracia y la memez imperante-. Huelga decir que Dragó (y Tamames) fueron en su día todo tipo de cosas estrafalarias: maoístas, prisioneros políticos del franquismo o portadores de fulares para hombre. Mas fueron, en general, simplemente hijos del 68 - esto es - protoboomers obsesionados con follar a todas horas y hacer aquello que les viniese en gana.
En segundo lugar, la muy polémica, directamente relacionada con esta obsesión generacional por el meterla en caliente y además contarlo. Existió una muy desagradable controversia acerca del contenido de un libro del año 2010 en el que FSD afirmaba haberse acostado con dos niñas japonesas de 13 años hacía 40, es decir, en el mismo 68 de marras. Aunque - aterrado ante la perspectiva de dejar de cobrar del erario público - Dragó adujera que todo el asunto no era más que ficción, aquello levantó una humareda considerable; gases tóxicos que se volvieron el combustible para alimentar las actuales defecaciones sobre su cadáver.
Bien, hay dos temas evidentes y un tercero que me se me antoja más interesante sobre este espinoso asunto. El primero de los evidentes es que la sociedad actual es mucho más puritana que la del 68. Recordemos que, al fin y al cabo, 13 años es una edad legal para tener sexo consentido en muchos países y que, durante los 70, se llegó a intentar legislar en favor de la pedofilia a todo trapo. Lo cierto es que es innegable la deriva puritana, por comparación. El segundo tema es el de la norma básica moral, código ético samurai de patio de colegio, que dice que es de cobardes insultar a quien no se puede defender. Y una persona muerta, por definición, está bastante impedida - tanto con el florete como con la pluma - y no te digo si el difunto si era miope y llevaba gafas. Tampoco pueden hacer normalmente nada sus familiares, que no suelen estar para perseguir a nadie, y menos de manera online. Por tanto, meterse en caliente con un muerto no puntúa muy alto en elegancia, aunque esto no habría que explicarlo.
Pero el asunto que realmente me ha mantenido mirando por la ventana, como ausente, es el de la significación del odio hacia lo malo como salvoconducto moral. Me explico: ese mecanismo psicológico grupal por el que esforzados cerebros calculan: “he de decir que odio con toda mi alma, sin reservas, a los malos, porque entonces quedará claro que yo soy el bueno y el inmaculado”. Es decir, un juego moral de suma cero en el que odiar con fuerza lo malo, te convierte por simetría en alguien bueno. Mecanismo harto cómodo, pues absuelve de hacer nada significante en el mundo real, familiar o vecinal. Es esta una costumbre atávica, solo que ahora se usan tweets en lugar de piedras planas y con piedras con punta y sacos de gravilla, como en aquella escena lapidaria de la vida de Brian.
Hay otra sospecha que tengo sobre las gentes muy insistentes en estas lides cancelativas o más bien cancelosas. Hacía un chiste el cómico Ignatius Farray - cuando le vi una vez en directo harás más de 7 años - en el que afirmaba (apócrifamente) que el actor Juan Echanove había dado un grandiculocuente titular en una entrevista, proclamando “Yo nunca seré un pederasta”. Ignatius se pasaba 10 minutos de reloj declamando esa frase, paseando entre el público su estampa de barítono sudado y loco para dejar bien claro que - aunque el chiste se cuenta solo - cualquiera que se significa con megáfono y bombo y platillo para afirmar que no es un malnacido, consigue el efecto contrario al que pretendía. No es un concepto nada rompedor - y si no, cansultad el refranero español-, pero me pregunto en qué medida aplica a las palizas con antorchas que se dan online.
Por completitud, quisiera señalar que existe una opción que se basa en simplemente guardar un elegante y humano silencio. Pero hay un paso más allá, en el que no he podido evitar pensar estos días. Una actitud que suena a Nuevo Testamento - y supongo que por eso descartada-, y que insinúa estupendamente Julio Cortázar en Rayuela.
Es cuando le dice Oliveira a la Maga, recordando uno de sus inesperados encontronazos en París:
- Vos llevabas el pulóver verde y te habías parado en la esquina a consolar a un pederasta.
- Lo habían echado a golpes del café, y lloraba de una manera…