Echarse novia

Se ve que sorprende que a partir de los treinta todos aquellos que nos mantenemos delgados y con pelo estemos solteros. Hay gente que es así, lo prometo, gente que cree que esto se elige, como el que elige unas zapatillas en el escaparate.

Si uno anda con la autoestima baja, necesitado de insuflar el ánimo, lo mejor que puede hacer es anunciar que está soltero, que ya verá como los cumplidos llegan. Me pasó con una vecina octogenaria en el ascensor. Le ayudé con las bolsas, y tan noble gesto fue interpretado por su parte como una licencia para interesarse por mi vida. Preguntado al respecto, no tuve más remedio que confesarle mi soltería. 

—¿Pero cómo un mozo tan guapo, tan listo y tan simpático como tú no tiene novia?

Así da gusto. Sale uno a la calle con otro aire, como más gallardo, creyéndose capaz de todo. Pues yo tampoco me lo explico, señora, si soy un partidazo, me dieron ganas de contestar, de tan henchido de orgullo que aquella pregunta me dejó. 

No, no es que yo vaya por ahí presumiendo de estado civil, aunque viendo las reacciones de sorpresa y adulación me entran ganas. Especialmente delirantes son las escenas con mi familia. Lo de mis tíos es una cosa loquísima. Se conoce que ser hombre y ser discreto son cosas incompatibles, si no no me explico cómo es posible que ante el primer conocido de turno mis tíos hagan gala a los cinco minutos del abanico de virtudes del sobrino, que para ser franco ni ellos ni yo nos creemos, más bien lo que consiguen en mí es que dude si realmente estamos en una cafetería o en la feria de ganado de Medina del Campo. Que soy una ganga, resumiendo, por si el conocido en cuestión tiene alguna sobrina interesada. Un conocido que, por supuesto, también comparte su opinión.

—Este chico lo que tiene que hacer es echarse novia.

—¡Eso pensamos nosotros!

Me lo dicen así, indulgentes ellos, como lamentándolo, como diciendo sin decir pero muchacho, tú que todavía no has entrado en la rutina ni en la desazón del matrimonio ni tampoco en el vivir por inercia, tú que aún conservas el tesoro de tu juventud pero ya no eres un crío, cómo es que tú, precisamente tú, te estés privando de un buen noviazgo, criatura.

Se ve que sorprende que a partir de los treinta todos aquellos que nos mantenemos delgados y con pelo estemos solteros. Pero aprovecha ahora, muchacho, aprovecha tú que puedes. Sería una pena dejar pasar toda esta belleza, que como bien sabes es caduca, todo ese vigor sexual que se te presupone pero no por mucho tiempo, bien lo sabemos nosotros que de eso ya no nos queda, parecen querer decirme sus ojos tristes.

Claro que no es el entorno familiar el único que vela por los intereses del gremio de solteras de España. En el trabajo también pasa. No lo digo indignado por la intromisión a las vidas sentimentales ajenas, ni mucho menos, Dios me libre de esa gente lacrimógena a la que cualquier cosa que le dicen le sienta mal, de hecho agradezco los esfuerzos de la población más adulta de este país por querernos felices y su firme voluntad de creer en el amor. De románticos nunca vamos cortos.

Porque luego veo que no es solo conmigo, que tenga yo cara de ser especialmente cariñoso, sino que a las solteras de la oficina también les vienen con el bueno pero tú qué, para cuando un novio. Incluso en la novela decimonónica francesa que se han montado en su cabeza tratan de celestinear con los miembros de la comunidad de solteros de la oficina, que malo será que de alguno de estos intentos no salga una boda. Y hombre, qué quieren que les diga, pero que en pleno proceso de elaboración de una tabla dinámica en Excel tenga que visualizarme con la de legal yendo un sábado a cenar a la Tagliatella y al volver a casa para hacer el misionero durante tres minutos (¡pero qué tres minutos!) no acaba de erotizarme del todo.

Hay gente que es así, lo prometo, gente que cree que esto se elige, como el que elige unas zapatillas en el escaparate. Estas no me gustan, estas tampoco, estas sí. No, ni mucho menos, una novia no se elige, como no se elige la lluvia que te cala hasta los huesos después de un concierto, que diría Cortázar.

Del mismo modo que lo mejor de los viajes son siempre las expectativas, nosotros nunca seremos tan buenos novios como en las mentes de nuestros mayores. La realidad es así, nunca está a la altura. No queda más que refugiarse en la utopía del partidazo que somos los solteros a partir de los treinta en la imaginación de quienes nos quieren no sé si enamorados, pero desde luego acompañados. Prefiero que mi solitario y treintañero corazón siga flotando ahí, en el mundo de los qué pasaría, en el limbo del y si, en la firme convicción de lo mucho que se están perdiendo los otros y no yo. Es la única manera de no acabar calado después del concierto, la única manera de no decepcionar.

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Costumbres

Echarse novia

Se ve que sorprende que a partir de los treinta todos aquellos que nos mantenemos delgados y con pelo estemos solteros. Hay gente que es así, lo prometo, gente que cree que esto se elige, como el que elige unas zapatillas en el escaparate.

Si uno anda con la autoestima baja, necesitado de insuflar el ánimo, lo mejor que puede hacer es anunciar que está soltero, que ya verá como los cumplidos llegan. Me pasó con una vecina octogenaria en el ascensor. Le ayudé con las bolsas, y tan noble gesto fue interpretado por su parte como una licencia para interesarse por mi vida. Preguntado al respecto, no tuve más remedio que confesarle mi soltería. 

—¿Pero cómo un mozo tan guapo, tan listo y tan simpático como tú no tiene novia?

Así da gusto. Sale uno a la calle con otro aire, como más gallardo, creyéndose capaz de todo. Pues yo tampoco me lo explico, señora, si soy un partidazo, me dieron ganas de contestar, de tan henchido de orgullo que aquella pregunta me dejó. 

No, no es que yo vaya por ahí presumiendo de estado civil, aunque viendo las reacciones de sorpresa y adulación me entran ganas. Especialmente delirantes son las escenas con mi familia. Lo de mis tíos es una cosa loquísima. Se conoce que ser hombre y ser discreto son cosas incompatibles, si no no me explico cómo es posible que ante el primer conocido de turno mis tíos hagan gala a los cinco minutos del abanico de virtudes del sobrino, que para ser franco ni ellos ni yo nos creemos, más bien lo que consiguen en mí es que dude si realmente estamos en una cafetería o en la feria de ganado de Medina del Campo. Que soy una ganga, resumiendo, por si el conocido en cuestión tiene alguna sobrina interesada. Un conocido que, por supuesto, también comparte su opinión.

—Este chico lo que tiene que hacer es echarse novia.

—¡Eso pensamos nosotros!

Me lo dicen así, indulgentes ellos, como lamentándolo, como diciendo sin decir pero muchacho, tú que todavía no has entrado en la rutina ni en la desazón del matrimonio ni tampoco en el vivir por inercia, tú que aún conservas el tesoro de tu juventud pero ya no eres un crío, cómo es que tú, precisamente tú, te estés privando de un buen noviazgo, criatura.

Se ve que sorprende que a partir de los treinta todos aquellos que nos mantenemos delgados y con pelo estemos solteros. Pero aprovecha ahora, muchacho, aprovecha tú que puedes. Sería una pena dejar pasar toda esta belleza, que como bien sabes es caduca, todo ese vigor sexual que se te presupone pero no por mucho tiempo, bien lo sabemos nosotros que de eso ya no nos queda, parecen querer decirme sus ojos tristes.

Claro que no es el entorno familiar el único que vela por los intereses del gremio de solteras de España. En el trabajo también pasa. No lo digo indignado por la intromisión a las vidas sentimentales ajenas, ni mucho menos, Dios me libre de esa gente lacrimógena a la que cualquier cosa que le dicen le sienta mal, de hecho agradezco los esfuerzos de la población más adulta de este país por querernos felices y su firme voluntad de creer en el amor. De románticos nunca vamos cortos.

Porque luego veo que no es solo conmigo, que tenga yo cara de ser especialmente cariñoso, sino que a las solteras de la oficina también les vienen con el bueno pero tú qué, para cuando un novio. Incluso en la novela decimonónica francesa que se han montado en su cabeza tratan de celestinear con los miembros de la comunidad de solteros de la oficina, que malo será que de alguno de estos intentos no salga una boda. Y hombre, qué quieren que les diga, pero que en pleno proceso de elaboración de una tabla dinámica en Excel tenga que visualizarme con la de legal yendo un sábado a cenar a la Tagliatella y al volver a casa para hacer el misionero durante tres minutos (¡pero qué tres minutos!) no acaba de erotizarme del todo.

Hay gente que es así, lo prometo, gente que cree que esto se elige, como el que elige unas zapatillas en el escaparate. Estas no me gustan, estas tampoco, estas sí. No, ni mucho menos, una novia no se elige, como no se elige la lluvia que te cala hasta los huesos después de un concierto, que diría Cortázar.

Del mismo modo que lo mejor de los viajes son siempre las expectativas, nosotros nunca seremos tan buenos novios como en las mentes de nuestros mayores. La realidad es así, nunca está a la altura. No queda más que refugiarse en la utopía del partidazo que somos los solteros a partir de los treinta en la imaginación de quienes nos quieren no sé si enamorados, pero desde luego acompañados. Prefiero que mi solitario y treintañero corazón siga flotando ahí, en el mundo de los qué pasaría, en el limbo del y si, en la firme convicción de lo mucho que se están perdiendo los otros y no yo. Es la única manera de no acabar calado después del concierto, la única manera de no decepcionar.

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