El amor breve

Demasiado se habla del vestido de la novia, de lo bonitas que quedaron las flores y de lo fría que estaba la comida.

Nota aclaratoria: a efectos de este artículo un amor de boda se trata de una unión caprichosa y repentina entre dos imprudentes invitados en dicha celebración que han entendido que el amor no se trata de vivir, sino de sentirse vivo.

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Cuando estábamos en la pandemia, había supermercado
s en los que, entre el pasillo de congelados y la charcutería, la gente se enamoraba a 1,5 metros de distancia, aun pudiendo leer en la mirada del otro la chispa de la desesperación y la angustia. Por otro lado, cualquier viernes por la noche dos jóvenes se acercan poco a poco al ritmo de cualquier canción del ‘‘Top 50 España’’, mientras disfrutan del amor ciego, pues fruto de alguna copa de más, ni siquiera se dan cuenta de que se están liando con su ex. También puede suceder que te enamores en la cola de un avión, comprando el último libro de Milena Busquets o reaccionando a una historia casual de Instagram en Santorini. Otro sitio ideal es la playa, ahora que llegan las vacaciones donde se maquinan los amores de verano: fugaces, inenarrables e intensos. Aunque para mí están algo sobrevalorados, hay otro tipo de amor, con las mismas características, pero mejor: los amores de boda.

Demasiado se habla del vestido de la novia, de lo bonitas que quedaron las flores y de lo fría que estaba la comida. Pero dos pasos a la derecha de un vals mal bailado hay una pareja mirándose y recreando su propia boda imaginaria. Todo comienza en el momento de la celebración. De repente un discurso te toca un poco más la fibra y necesitas un pañuelo. O bien te giras para ver por qué tarda tanto el novio en entrar y cruzas la mirada con alguien. Ese primer vistazo parece no significar nada, pero está plantando la semilla de una historia.

El hecho de que se fragüe algo en un día así tiene mucho sentido, pues el amor está en el aire, nos arreglamos en demasía, todo es felicidad. Los novios funcionan como un espejo de tu propia realidad que acaba confundiéndose fruto de la algarabía y del vino. De repente te sientan a comer en una mesa con completos desconocidos y llega un perfume que no conocías. Esos invitados enamorados se convierten en dos amantes que se entregan a la conciencia de lo efímero lo que intensifica el deseo de vivir cada momento de la noche. Que viva la intensidad, joder. Ahora una nueva canción tendrá un nuevo sentido para dos personas. La escucharán y pensarán que con esos acordes rompieron el hielo.

Quizás el resto de las relaciones tendríamos que vivirlas como los amores de boda: con las ganas que te ofrece la impaciencia, con la intensidad de saber que se acaba, pero quizás no, con la indiferencia de la gente, con la búsqueda de una mirada y finalmente con un baile. Porque eso está claro, el secreto de una buena relación no es la comunicación, sino echarse un par de bailes de vez en cuando. A veces, cuando estoy haciendo fotos en una boda y me fijo en este tipo de invitados, pienso que estamos encadenados a la idea de que aquello que perdura es lo bueno, pero ese ‘‘para siempre’’ realmente un eufemismo que nos impide reparar en la belleza de las experiencias pasajeras, pues no es el tiempo lo importante de una relación sino cuánto significa para nosotros.

Porque no hace falta que de una boda salga otra boda. Ni de un amor de verano debe salir otro amor de verano. En ambos casos, el sol se va, las luces se apagan, los amigos y los invitados se despiden, los novios marcan el fin de la noche y los amantes han de despedirse. La historia fue corta, pero verdadera. Me gusta pensar que en la vida pasan las personas para enseñarnos algo y en este caso, se acaba la boda, pero te llevas una gran lección: valorar las pequeñas cosas y no en vano porque precisamente de gracias a estas pequeñas experiencias acabamos construyendo catedrales que diría Orhan Pamuk. Porque el amor no es cuestión de tiempo, sino de piel y como tal, no atiende a nada, vive, te toca cuando quiere y, de vez en cuando, es capaz de crear recuerdos imborrables. Sin embargo, no todos estos amores tienen un final feliz, hay veces que te toca demasiado, que se ha cruzado una frontera de más y en esa última despedida se alumbra al fondo un amante que lucha para aceptar que en el debate sobre dejarse llevar por la fugacidad del amor o abocarse a algo imperecedero, solo le queda resignarse, mirar al amanecer y pedir una prórroga, hasta que el adiós sea inevitable.

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Nota aclaratoria: a efectos de este artículo un amor de boda se trata de una unión caprichosa y repentina entre dos imprudentes invitados en dicha celebración que han entendido que el amor no se trata de vivir, sino de sentirse vivo.

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Cuando estábamos en la pandemia, había supermercado
s en los que, entre el pasillo de congelados y la charcutería, la gente se enamoraba a 1,5 metros de distancia, aun pudiendo leer en la mirada del otro la chispa de la desesperación y la angustia. Por otro lado, cualquier viernes por la noche dos jóvenes se acercan poco a poco al ritmo de cualquier canción del ‘‘Top 50 España’’, mientras disfrutan del amor ciego, pues fruto de alguna copa de más, ni siquiera se dan cuenta de que se están liando con su ex. También puede suceder que te enamores en la cola de un avión, comprando el último libro de Milena Busquets o reaccionando a una historia casual de Instagram en Santorini. Otro sitio ideal es la playa, ahora que llegan las vacaciones donde se maquinan los amores de verano: fugaces, inenarrables e intensos. Aunque para mí están algo sobrevalorados, hay otro tipo de amor, con las mismas características, pero mejor: los amores de boda.

Demasiado se habla del vestido de la novia, de lo bonitas que quedaron las flores y de lo fría que estaba la comida. Pero dos pasos a la derecha de un vals mal bailado hay una pareja mirándose y recreando su propia boda imaginaria. Todo comienza en el momento de la celebración. De repente un discurso te toca un poco más la fibra y necesitas un pañuelo. O bien te giras para ver por qué tarda tanto el novio en entrar y cruzas la mirada con alguien. Ese primer vistazo parece no significar nada, pero está plantando la semilla de una historia.

El hecho de que se fragüe algo en un día así tiene mucho sentido, pues el amor está en el aire, nos arreglamos en demasía, todo es felicidad. Los novios funcionan como un espejo de tu propia realidad que acaba confundiéndose fruto de la algarabía y del vino. De repente te sientan a comer en una mesa con completos desconocidos y llega un perfume que no conocías. Esos invitados enamorados se convierten en dos amantes que se entregan a la conciencia de lo efímero lo que intensifica el deseo de vivir cada momento de la noche. Que viva la intensidad, joder. Ahora una nueva canción tendrá un nuevo sentido para dos personas. La escucharán y pensarán que con esos acordes rompieron el hielo.

Quizás el resto de las relaciones tendríamos que vivirlas como los amores de boda: con las ganas que te ofrece la impaciencia, con la intensidad de saber que se acaba, pero quizás no, con la indiferencia de la gente, con la búsqueda de una mirada y finalmente con un baile. Porque eso está claro, el secreto de una buena relación no es la comunicación, sino echarse un par de bailes de vez en cuando. A veces, cuando estoy haciendo fotos en una boda y me fijo en este tipo de invitados, pienso que estamos encadenados a la idea de que aquello que perdura es lo bueno, pero ese ‘‘para siempre’’ realmente un eufemismo que nos impide reparar en la belleza de las experiencias pasajeras, pues no es el tiempo lo importante de una relación sino cuánto significa para nosotros.

Porque no hace falta que de una boda salga otra boda. Ni de un amor de verano debe salir otro amor de verano. En ambos casos, el sol se va, las luces se apagan, los amigos y los invitados se despiden, los novios marcan el fin de la noche y los amantes han de despedirse. La historia fue corta, pero verdadera. Me gusta pensar que en la vida pasan las personas para enseñarnos algo y en este caso, se acaba la boda, pero te llevas una gran lección: valorar las pequeñas cosas y no en vano porque precisamente de gracias a estas pequeñas experiencias acabamos construyendo catedrales que diría Orhan Pamuk. Porque el amor no es cuestión de tiempo, sino de piel y como tal, no atiende a nada, vive, te toca cuando quiere y, de vez en cuando, es capaz de crear recuerdos imborrables. Sin embargo, no todos estos amores tienen un final feliz, hay veces que te toca demasiado, que se ha cruzado una frontera de más y en esa última despedida se alumbra al fondo un amante que lucha para aceptar que en el debate sobre dejarse llevar por la fugacidad del amor o abocarse a algo imperecedero, solo le queda resignarse, mirar al amanecer y pedir una prórroga, hasta que el adiós sea inevitable.

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