El becario

Una de las cosas que creo que hay que hacer un sábado por la tarde es ver una película del canal Hollywood con tu madre después de tomar café.

El otro día sucedió El becario (2015 // 5.8 en Filmaffinity). Mi teoría fuerte es la siguiente: en esta película protagonizada por Robert De Niro y Anne Hathaway acontece algo sin precedentes en la Historia de la narración: esta obra es la segunda parte a la vez de otras dos películas. El diablo viste de Prada (2006) y Taxi driver (1975) encuentran aquí su secuela. Que estos dos universos se junten -creo que puedo afirmar sin caer en exageración- es una de las cosas más importantes que le ha pasado a la industria cine, a la cultura pop y a la teoría del arte. Algo con lo que Aristóteles nunca contó al escribir su Poética, algo con lo que la posmodernidad podría calzar su cojera, un logro, un hallazgo… que por lo que parece ha pasado desapercibido para la crítica.

Por lo que a la película en sí misma respecta, es cierto que podría pasar por algo mediocre. Sin embargo, apenas prestemos algo de atención, nos daremos cuenta de cómo la trascendencia de este largometraje se nos ofrece velada en continuos guiños. La historia consiste, básicamente, en cómo Ben, un señor de edad avanzada (De Niro), se apunta a un programa para mayores que consiste en hacer prácticas como aprendiz. Le llaman para ser becario en la empresa de Jules (Hathaway), que se dedica a vender ropa por internet. Él será el asistente personal de ella, quien al principio no está nada de acuerdo con la idea de dar este trabajo a alguien como Ben, por pertenecer a otra generación y tener unos hábitos de trabajo diferentes a los suyos, más lentos, metódicos y anticuados. Con el paso del tiempo, se pone de manifiesto el carácter más íntimo de cada uno en la relación que van forjando. Jules tiene problemas personales con su marido y acumula mucho estrés por su trabajo, Ben se siente sólo y tiene la sensación de que el mundo en el que vive es otro… Lo típico, una historia emanada de la grieta generacional del mundo laboral y humano.

Y es aquí precisamente donde quiero insistir: en lo humano. Sostengo que Jules es Andy Sachs, la protagonista de El diablo viste de Prada. Ella, después de haber aprendido, tras haber sobrevivido y superado su paso como aprendiz por la revista de Miranda Priesly (Meryl Steep), consiguió su sueño. Se hizo a ella misma, fundó su empresa, ganó dinero, se casó y fundó una familia en Nueva York. ¿Por las calles de qué ciudad conducía también Travis Bickle su taxi por las noches? Exacto.

Tras su nocturno periplo por los infiernos, Ben-Travis-Robert de Niro, consiguió reformarse hasta el punto de que, para el año 2015, ya no es un kinki, sino un abuelo, un señor con camisa y chaqueta, alguien que ha desarrollado la costumbre de peinarse con la raya al lado, sin rastro de la mohicana, alguien que podría jugar a la petanca o a lo que jueguen por las mañanas en Central Park. Eso es él. Él sabe lo que es la mierda de la vida y se lo quiere explicar a la pobre Jules- Andy- Anne Hathaway. Para eso él es el becario.

A lo largo de la película, son muchas las veces en las que él lleva a ella en su coche, haciendo de chofer como asistente personal que es. En una de las escenas, Jules le sugiere que descanse, que seguramente este agotado de conducir. A esto, él responde que está muy acostumbrado a conducir por la noche. Para mí es más que evidente lo que está queriendo decir.

Pero para mí lo que innegablemente cifra toda esta poética es una escena en concreto. Aconsejado por una de las trabajadoras de la empresa, a Ben le dicen que se esfuerce por parpadear cuando hable en su entrevista con Jules ya que ella, “no tolera la gente que no parpadea”. Ensayando para la entrevista con su jefa, Ben se mira frente al espejo mientras se esfuerza por parpadear adecuadamente mientras habla solo. El “you talkin to me?”  parece haberse convertido en un parpadeo, como si se hubiese reformado, hecho perfil en linkedin y pasado por todos los aros posibles. 

La actitud desafiante se ha convertido en experiencia, la temeridad en mesura y la rabia en buenos modales. Esto sería un verdadero horror, la muerte de la tragedia de no ser porque aún en la mirada de De Niro algo, una chispa, nos recuerda que todo es circular, que el eterno retorno no perdona, que él, igual que Anne Hathaway, han sido becarios, que todo vuelve y que es posible que la tensión inherente a toda existencia se salga de su quicio en cualquier momento dando espacio de entrada al caos, a la noche y a los paseos en el taxi, porque hay cosas que no se pueden frenar.

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