El lunes fui a cambiar unas chanclas que me había comprado cuando pasé por la plaza de Mina. No me venía bien pasar por ahí, había rutas más rápidas, pero aquí, donde nadie suele tener prisa, uno puede permitirse el lujo de caminar de más para que el paseo sea más agradable. Fue rodeando la plaza cuando descubrí a mi nuevo futbolista preferido. Era un chaval de unos siete u ocho años que jugaba con niños mayores de él. El pibe arranca por un extremo de la plaza, frena en seco y zigzaguea entre los bancos del lugar, le tira un caño delicioso a uno, se va en velocidad de otro, regatea al portero y marca gol. Bueno, golpea con la pelota en la base de uno de los bancos de la plaza, que es lo que se ha usado de toda la vida como portería para jugar allí. En ese momento celebra el gol un hombre desde la acera de enfrente de la plaza. “Qué golazo, chiquillo” le dice. Era Chico Linares, futbolista retirado que jugó en el Cádiz durante años y natural de aquí. Ambos caminábamos en la misma dirección, y aunque no intercambiamos ninguna palabra, se le podía ver en la cara cómo sonreía aún por culpa de aquel jugadón que se había marcado el chaval. ¿En qué estará pensando? No podía parar de preguntármelo.
Me daba la impresión de que Chico sonreía por algo que le recordaba a él. Por esa nostalgia que nos provoca ver cosas que también hemos hecho nosotros. Volver a pasar por lugares en los que hemos sido muy felices o simplemente niños, que viene a ser lo mismo. Debe ser duro dejar de hacer algo o dejar de hacerlo tan bien como lo hacías antaño, porque Chico también ha sido ese niño que regateaba en las calles y que después pudo cumplir el sueño de hacerlo en el equipo de su vida. Y solo con recordarlo sonríe.
Me pasa lo mismo con mi abuela cuando me cuenta la historia de aquel viaje a París con mi abuelo en coche, en el que no podían salir de la rotonda del Arco del Triunfo hasta que conocieron a otro de Cádiz allí y les llevó hasta el hotel en el que se quedaban. Estoy seguro de que mientras mi abuela lo cuenta se ve sentada en ese coche con mi abuelo. El recuerdo es importante para todos, porque cuando alguien cuenta una historia y sus ojos brillan, es como si dentro de ellos estuviese pasando de nuevo. Como le dijo una vez Lola Flores a Jesús Quintero: “El brillo de los ojos no se opera. Porque lo que sientes por dentro te sale a flor de piel”. Por eso entiendo la memoria como un derecho fundamental. Deberíamos crear un movimiento a favor del derecho fundamental a recordarlo todo. Porque hay que acordarse de todo. De lo bueno y de lo malo.
Y me acojono solo de pensar que puede que algún día no recuerde nada de lo que he hecho. Aquellos viajes con amigos o ese gol de chilena en el patio del colegio. Pasar por un banco y no recordar aquel ridículo espantoso que hiciste en ese lugar con la chica que te gustaba. No acordarme de los nombres de mis hijos o de mis nietos. Me acojona pensar que existe la probabilidad de contraer una enfermedad que hiciese que poco a poco me olvidase de todo. ¿Cómo coño se puede vivir sin recuerdos? Dicen que somos entre un 50% y un 70% agua, ¿y si en realidad ese porcentaje es todo memoria? Memorias líquidas que diría Enric González. Memoria al fin y al cabo.
Dijo Alfredo Relaño una vez que quien está contra el Cádiz está contra la humanidad. Con la memoria pasa lo mismo. Quien está contra los recuerdos está contra la humanidad.