El dolor, la esperanza y los pies ardiendo: metafísica hooligan para no fifes

Gramsci pensaba que todos somos filósofos. Yo creo que todos somos, también, forofos. Ser del Celta de Vigo supone 89 minutos de sufrimiento por cada uno de alegría. Ese anciano celtista sufriente es el héroe trágico de Nietzsche, la imagen de la belleza.

Me preguntas qué tal y yo te digo bien pero en realidad ando fatal. Me pides que no te mienta y me da vergüenza. Claro que me pasa algo, no tengo uñas, no duermo, estoy distraído, triste y de mal humor.  Pero el motivo es tan del primer mundo, tan pueril, tan superfluo. Lalaland1 nos enseñó que los negros tienen problemas y los blancos, incovenientes. Pero, ¿es así? 

Decía Jorge Valdano que el fútbol es lo más importante de lo menos importante. Pero Eduardo Sacheri le rebate que se puede cambiar de todo menos de pasión. Por eso mi abuelo Francisco Gómez Caffarena vivió como un ultra, de pie y al lado de la tele, la elección de su “tocayo” Bergoglio como sumo pontífice. “¡Paco, que te da un ictus!”, le gritaba preocupada mi Yaya. Su hermano, Pepe Gómez Caffarena, fue uno de los filósofos españoles más importantes del siglo XX. Y también sacerdote jesuita. Y también profesor del Papa Francisco, fanático de San Lorenzo de Almagro.

Según me cuentan, su santidad Jorge Mario se comportó como un auténtico barra brava la única vez que mi tío abuelo, un kantiano flacucho de carácter templado, conoció con él la fiebre de las gradas.

Caffarena escribió obras maestras como “El enigma y el misterio” o “Metafísica trascendental”. No me consta, sin embargo, que se enfrentara nunca al misterio ni al enigma de por qué mierda un equipo mediano, cuya máxima aspiración es colarse en la Conference League para enfrentarse a criminales bielorrusos en campos helados de césped sintético, me jode sistemáticamente la semana. Pepito, como le conocían sus amigos, no lo consideró trascendental. Seguro, eso sí, que lo habría comprendido. 


Gómez Caffarena tenía esa virtud. Le gustaba preguntarse por lo religioso en sentido amplio, por los ateos cristianos, por las corrientes cálidas del marxismo y por el diálogo de la fe con la razón.  Aunque no me consta que le diera tiempo a tender puentes entre el idealismo alemán y el fanatismo dadaísta hacia el Celta de Vigo, sí que le habría gustado saber que el filósofo Simon Critchley (cuya tésis versaba sobre Heidegger y la superación de la metafísica) sostiene que el fútbol es de los pocos lugares dónde pueden convivir la fe y la razón. 

Gramsci pensaba que todos somos filósofos. Yo creo que todos somos, también, forofos. Y no lo digo porque Sartre describiera los paradones de los porteros como una “extralimitación de su poder en una práctica creativa”. Sino, más bien, porque como explica Simon Critchley2, el fútbol es, entre otras muchas cosas, memoria, historia, territorio, clase social, género en toda su problemática, identidad (familiar, nacional y tribal) y naturaleza grupal.

Cuando Caffarena señala que el cristianismo acertaba al representar a “un ser humano que afrontó el mal con enorme dolor, pero con prevalente esperanza”, los aficionados, los reales, los sufridores, los que se cortarían un dedo por qué su equipo se asentara en un anodino puesto doce, entienden muy bien de lo que habla. El abuelo del periodista Andrés Weiss, por ejemplo, confiesa que ser del Celta de Vigo supone 89 minutos de sufrimiento por cada uno de alegría. “Ahora, el día que te da ese minuto de alegría, eso es la leche”. Ese anciano celtista sufriente es el héroe trágico de Nietzsche, la imagen de la belleza. Pero hay que hablar de ese minuto. De lo sublime.

Esos sesenta segundos de alegría no son individuales, ni egoístas. Los entiendes cuando vas al estadio para, escribe Critchley, formar “parte voluntariamente de una vasta multitud”. Zizek se pregunta:

“Y ¿no es también el problema de una ceremonia (una liturgia) el de todo proceso revolucionario, desde la Revolución Francesa con sus espectáculos del pueblo hasta la Revolución de Octubre? ¿Por qué esta liturgia es necesaria? Precisamente por la precedencia que tiene el sinsentido sobre el sentido: la liturgia es el marco simbólico en el que el grado cero del sentido es articulado”3

Pero volvamos al dolor. Y a la esperanza. Y a Crithcley,  que parece que ha leído a mi tío abuelo:

“Lo que te mata no es perder. Lo que te mata es la esperanza renovada. La esperanza que viene a hacerte cosquillas en los pies, hasta que te das cuenta de, como dice la poeta y experta en el mundo clásico Anne Carson, tienes las plantas de los pies ardiendo”

Me pides que no te mienta y ya no me da tanta vergüenza. No duermo porque no puedo cambiar de pasión. No duermo porque tengo los pies ardiendo. 

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1 Esto se lo estoy fusilando al cómico Pablo Ibarburu

2 Simón Crichley. En qué pensamos cuando pensamos en fútbol

Esto es del libro de Zizek “Bienvenidos a tiempos interesantes”

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El dolor, la esperanza y los pies ardiendo: metafísica hooligan para no fifes

Gramsci pensaba que todos somos filósofos. Yo creo que todos somos, también, forofos. Ser del Celta de Vigo supone 89 minutos de sufrimiento por cada uno de alegría. Ese anciano celtista sufriente es el héroe trágico de Nietzsche, la imagen de la belleza.

Me preguntas qué tal y yo te digo bien pero en realidad ando fatal. Me pides que no te mienta y me da vergüenza. Claro que me pasa algo, no tengo uñas, no duermo, estoy distraído, triste y de mal humor.  Pero el motivo es tan del primer mundo, tan pueril, tan superfluo. Lalaland1 nos enseñó que los negros tienen problemas y los blancos, incovenientes. Pero, ¿es así? 

Decía Jorge Valdano que el fútbol es lo más importante de lo menos importante. Pero Eduardo Sacheri le rebate que se puede cambiar de todo menos de pasión. Por eso mi abuelo Francisco Gómez Caffarena vivió como un ultra, de pie y al lado de la tele, la elección de su “tocayo” Bergoglio como sumo pontífice. “¡Paco, que te da un ictus!”, le gritaba preocupada mi Yaya. Su hermano, Pepe Gómez Caffarena, fue uno de los filósofos españoles más importantes del siglo XX. Y también sacerdote jesuita. Y también profesor del Papa Francisco, fanático de San Lorenzo de Almagro.

Según me cuentan, su santidad Jorge Mario se comportó como un auténtico barra brava la única vez que mi tío abuelo, un kantiano flacucho de carácter templado, conoció con él la fiebre de las gradas.

Caffarena escribió obras maestras como “El enigma y el misterio” o “Metafísica trascendental”. No me consta, sin embargo, que se enfrentara nunca al misterio ni al enigma de por qué mierda un equipo mediano, cuya máxima aspiración es colarse en la Conference League para enfrentarse a criminales bielorrusos en campos helados de césped sintético, me jode sistemáticamente la semana. Pepito, como le conocían sus amigos, no lo consideró trascendental. Seguro, eso sí, que lo habría comprendido. 


Gómez Caffarena tenía esa virtud. Le gustaba preguntarse por lo religioso en sentido amplio, por los ateos cristianos, por las corrientes cálidas del marxismo y por el diálogo de la fe con la razón.  Aunque no me consta que le diera tiempo a tender puentes entre el idealismo alemán y el fanatismo dadaísta hacia el Celta de Vigo, sí que le habría gustado saber que el filósofo Simon Critchley (cuya tésis versaba sobre Heidegger y la superación de la metafísica) sostiene que el fútbol es de los pocos lugares dónde pueden convivir la fe y la razón. 

Gramsci pensaba que todos somos filósofos. Yo creo que todos somos, también, forofos. Y no lo digo porque Sartre describiera los paradones de los porteros como una “extralimitación de su poder en una práctica creativa”. Sino, más bien, porque como explica Simon Critchley2, el fútbol es, entre otras muchas cosas, memoria, historia, territorio, clase social, género en toda su problemática, identidad (familiar, nacional y tribal) y naturaleza grupal.

Cuando Caffarena señala que el cristianismo acertaba al representar a “un ser humano que afrontó el mal con enorme dolor, pero con prevalente esperanza”, los aficionados, los reales, los sufridores, los que se cortarían un dedo por qué su equipo se asentara en un anodino puesto doce, entienden muy bien de lo que habla. El abuelo del periodista Andrés Weiss, por ejemplo, confiesa que ser del Celta de Vigo supone 89 minutos de sufrimiento por cada uno de alegría. “Ahora, el día que te da ese minuto de alegría, eso es la leche”. Ese anciano celtista sufriente es el héroe trágico de Nietzsche, la imagen de la belleza. Pero hay que hablar de ese minuto. De lo sublime.

Esos sesenta segundos de alegría no son individuales, ni egoístas. Los entiendes cuando vas al estadio para, escribe Critchley, formar “parte voluntariamente de una vasta multitud”. Zizek se pregunta:

“Y ¿no es también el problema de una ceremonia (una liturgia) el de todo proceso revolucionario, desde la Revolución Francesa con sus espectáculos del pueblo hasta la Revolución de Octubre? ¿Por qué esta liturgia es necesaria? Precisamente por la precedencia que tiene el sinsentido sobre el sentido: la liturgia es el marco simbólico en el que el grado cero del sentido es articulado”3

Pero volvamos al dolor. Y a la esperanza. Y a Crithcley,  que parece que ha leído a mi tío abuelo:

“Lo que te mata no es perder. Lo que te mata es la esperanza renovada. La esperanza que viene a hacerte cosquillas en los pies, hasta que te das cuenta de, como dice la poeta y experta en el mundo clásico Anne Carson, tienes las plantas de los pies ardiendo”

Me pides que no te mienta y ya no me da tanta vergüenza. No duermo porque no puedo cambiar de pasión. No duermo porque tengo los pies ardiendo. 

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1 Esto se lo estoy fusilando al cómico Pablo Ibarburu

2 Simón Crichley. En qué pensamos cuando pensamos en fútbol

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