El no gol de Aldaia

En medio de todo tu dolor hay algo que me hermana secretamente contigo. Esa pachanga y ese ¡uy! que se te escapa y que nos ha dejado el corazón tiritando.

No te conozco. No sé cómo te llamas. No sé si se te ha muerto algún familiar o si el agua se ha llevado por delante tu casa o el coche de tus padres. No sé cuándo fue la última vez que te duchaste ni tampoco si habías desayunado esa mañana. No tenemos vínculos comunes, no me une nada a ti. Y sin embargo no puedo dejar de pensarte a todas horas desde hace unos días. 

En medio de todo tu dolor, que supongo inmenso aunque ni yo, ni mis cercanos, ni nadie que no lo haya padecido somos capaces de imaginar, en medio de una angustia que ni siquiera estoy capacitado para comprender hay algo que me hermana secretamente contigo, que me hace empatizar como si lo que en realidad te pertenece sólo a ti me hubiese pasado a mí también esta mañana, en ese lamento por el gol que no fue. En ese ¡uy! que se te escapa y que nos ha dejado el corazón tiritando en esta orillita del mundo de los adultos, a la que te deseo fervientemente que tardes unos añitos en llegar.   

El vídeo, que no se me va de la cabeza, que miro y remiro cada día, solo dura once segundos. Suficientes. Te llega un balón largo. Ni tú ni tus compañeros contábais con el barro, que lo frena en seco unos metros antes de lo debido. Cuerpeas con el defensa, que se pasa de frenada, engañado él también por el lodo. Le ganas la posición, el balón se te queda perfecto para tu zurda. Para tu zurdita. Por cómo le pegas, por cómo colocas el cuerpo, por cómo arqueas la cadera y los hombros, por la firmeza de toda tu pierna derecha en el apoyo, por todo ello ya veo que eres de los buenos, amigo. Cuando en unos años juegues en primera, en segunda o en la autonómica valenciana, porque no me cabe duda de que serás futbolista, porque futbolista ya eres, porque se te ve, cuando esta vez tu disparo no sea entre lavadoras y muebles destartalados sino ante 50.000 personas, no será entonces un paisano con el móvil quién te observe, sino medio planeta. Pendientes de ti, de tu zurda, de tu zurdita, estaremos. Así nos tendrás. Y alguno de nosotros te hará la foto de tu vida. Así, tal cual estás ahora mismo. Calcando el mismo gesto con el que estos días, tú sin saberlo, has conmovido a medio país. Y será así, con idéntica pose a la que dibujas ahora en las calles de Aldaia, en tus calles, sólo que con una anatomía más adulta, como saldrás en los pósters y en los cromos que venerarán otros chavales, que serán como eres tú ahora, que soñarán con ser como tú, que dentro de quince años te amarán hasta el fin de sus días.

Pero para eso falta mucho aún. Si te soy sincero, a mí ya me tienes ganado desde que te vi en la pantalla de mi móvil. Le pegas bien, muy bien incluso, un empeine-interior que, dadas las condiciones del terreno de juego, es prácticamente el único recurso que tenías para sacar el disparo. Te sale un chut seco pero con el efecto justito para confundir al portero, que cuando quiere reaccionar ya tiene la bola encima. Pero se te va alta. A ojo de buen cubero, que es como funcionan las dimensiones de las porterías en los partidos en la calle, la pelota ha impactado en ese larguero imaginario que establecemos, por cortesía, a la altura de la cabeza del portero de turno, y que va aumentando o disminuyendo según sea la estatura de cada improvisado guardameta.

 

Uy, con lo bien que iba”, pareces decir, gesticulando, maldiciendo por esos centímetros de más, pero con una sonrisita pícara y ese gesto de “ay madre, si llega a entrar eso”. Y ahí me rompo yo y nos rompemos todos, criatura. En tu candidez, en tu inocencia por el no gol que has estado apunto de meter y que nos ha reconciliado con la especie. En ese ¡uy! que hemos gritado todos en una pachanga con los amigos de siempre, que ahora mismo es lo más importante del mundo y no existe otra cosa para vosotros, ni esa vecina limpiando el garaje -¿será tu madre?- ni la marca del barro que os llega hasta la camiseta, ni el cuidado con el que debéis andar con los muebles de medio vecindario decorando las aceras. Y paro aquí que no quiero ni imaginarme si alguno de vosotros cuatro ha perdido por el camino algo más.

En unos años, espero que te queden unos cuantos todavía, repetirás disparo con tu zurda, con tu zurdita. Sólo que esta vez lo que te privará de cantar gol será un larguero de verdad, que dejarás temblando unos segundos, con ese sonido tan característico, tan atávico, que nos deja a todos como anestesiados, que muchas veces es mejor que el propio grito de gol. Y harás lo mismito que haces en el vídeo. Las manos a la cabeza y una sonrisa pícara. “Uy, si llega a entrar”. Para entonces yo ya me habré aprendido tu nombre.

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El no gol de Aldaia

En medio de todo tu dolor hay algo que me hermana secretamente contigo. Esa pachanga y ese ¡uy! que se te escapa y que nos ha dejado el corazón tiritando.

No te conozco. No sé cómo te llamas. No sé si se te ha muerto algún familiar o si el agua se ha llevado por delante tu casa o el coche de tus padres. No sé cuándo fue la última vez que te duchaste ni tampoco si habías desayunado esa mañana. No tenemos vínculos comunes, no me une nada a ti. Y sin embargo no puedo dejar de pensarte a todas horas desde hace unos días. 

En medio de todo tu dolor, que supongo inmenso aunque ni yo, ni mis cercanos, ni nadie que no lo haya padecido somos capaces de imaginar, en medio de una angustia que ni siquiera estoy capacitado para comprender hay algo que me hermana secretamente contigo, que me hace empatizar como si lo que en realidad te pertenece sólo a ti me hubiese pasado a mí también esta mañana, en ese lamento por el gol que no fue. En ese ¡uy! que se te escapa y que nos ha dejado el corazón tiritando en esta orillita del mundo de los adultos, a la que te deseo fervientemente que tardes unos añitos en llegar.   

El vídeo, que no se me va de la cabeza, que miro y remiro cada día, solo dura once segundos. Suficientes. Te llega un balón largo. Ni tú ni tus compañeros contábais con el barro, que lo frena en seco unos metros antes de lo debido. Cuerpeas con el defensa, que se pasa de frenada, engañado él también por el lodo. Le ganas la posición, el balón se te queda perfecto para tu zurda. Para tu zurdita. Por cómo le pegas, por cómo colocas el cuerpo, por cómo arqueas la cadera y los hombros, por la firmeza de toda tu pierna derecha en el apoyo, por todo ello ya veo que eres de los buenos, amigo. Cuando en unos años juegues en primera, en segunda o en la autonómica valenciana, porque no me cabe duda de que serás futbolista, porque futbolista ya eres, porque se te ve, cuando esta vez tu disparo no sea entre lavadoras y muebles destartalados sino ante 50.000 personas, no será entonces un paisano con el móvil quién te observe, sino medio planeta. Pendientes de ti, de tu zurda, de tu zurdita, estaremos. Así nos tendrás. Y alguno de nosotros te hará la foto de tu vida. Así, tal cual estás ahora mismo. Calcando el mismo gesto con el que estos días, tú sin saberlo, has conmovido a medio país. Y será así, con idéntica pose a la que dibujas ahora en las calles de Aldaia, en tus calles, sólo que con una anatomía más adulta, como saldrás en los pósters y en los cromos que venerarán otros chavales, que serán como eres tú ahora, que soñarán con ser como tú, que dentro de quince años te amarán hasta el fin de sus días.

Pero para eso falta mucho aún. Si te soy sincero, a mí ya me tienes ganado desde que te vi en la pantalla de mi móvil. Le pegas bien, muy bien incluso, un empeine-interior que, dadas las condiciones del terreno de juego, es prácticamente el único recurso que tenías para sacar el disparo. Te sale un chut seco pero con el efecto justito para confundir al portero, que cuando quiere reaccionar ya tiene la bola encima. Pero se te va alta. A ojo de buen cubero, que es como funcionan las dimensiones de las porterías en los partidos en la calle, la pelota ha impactado en ese larguero imaginario que establecemos, por cortesía, a la altura de la cabeza del portero de turno, y que va aumentando o disminuyendo según sea la estatura de cada improvisado guardameta.

 

Uy, con lo bien que iba”, pareces decir, gesticulando, maldiciendo por esos centímetros de más, pero con una sonrisita pícara y ese gesto de “ay madre, si llega a entrar eso”. Y ahí me rompo yo y nos rompemos todos, criatura. En tu candidez, en tu inocencia por el no gol que has estado apunto de meter y que nos ha reconciliado con la especie. En ese ¡uy! que hemos gritado todos en una pachanga con los amigos de siempre, que ahora mismo es lo más importante del mundo y no existe otra cosa para vosotros, ni esa vecina limpiando el garaje -¿será tu madre?- ni la marca del barro que os llega hasta la camiseta, ni el cuidado con el que debéis andar con los muebles de medio vecindario decorando las aceras. Y paro aquí que no quiero ni imaginarme si alguno de vosotros cuatro ha perdido por el camino algo más.

En unos años, espero que te queden unos cuantos todavía, repetirás disparo con tu zurda, con tu zurdita. Sólo que esta vez lo que te privará de cantar gol será un larguero de verdad, que dejarás temblando unos segundos, con ese sonido tan característico, tan atávico, que nos deja a todos como anestesiados, que muchas veces es mejor que el propio grito de gol. Y harás lo mismito que haces en el vídeo. Las manos a la cabeza y una sonrisa pícara. “Uy, si llega a entrar”. Para entonces yo ya me habré aprendido tu nombre.

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