El paisaje

No soy capaz siquiera de imaginar el trabajo que hay detrás de este retrato que Leila Guerriero ha hecho de Silvia Labayru.

He intentado empezar este artículo con un truco de magia barato. Con una frase ruidosa: «La verdad no existe». La he borrado varias veces y me he quedado pensando. Sí que existe la verdad, pero es algo muy diferente a lo que nos contaron. La verdad nunca puede venir de una sola boca, sino de todas. No es una reliquia en un museo. La verdad cambia como la manera de contar lo vivido o como las personas mismas. La verdad no es la estación de destino. Se parece más al paisaje detrás de la ventanilla: sientes que realmente lo conoces, pero, en realidad, nunca es el mismo.

No soy capaz siquiera de imaginar el trabajo que hay detrás de este retrato que Leila Guerriero ha hecho de Silvia Labayru. Por cada vez que llamaba a su timbre, nacían otros timbres. Por cada hora compartida con ella, una multiplicación de horas. Por cada confidencia, diez más. Contradicciones, incomodidades, silencios y egos. Luego recopilarlo todo, darle un sentido, un tono, o muchos. Aparecer con su escritura lo justo y sin emitir nunca un juicio. Aun siendo ella dueña de una pluma perfectamente capaz del protagonismo. Siempre consiguiendo ser más pequeña que la historia. Reivindicando la humildad como una virtud imprescindible de su literatura. De la literatura.

«La llamada» está siendo un éxito porque habla de todos nosotros. De las cosas que  sabemos o acabaremos sabiendo. De lo que somos capaces de hacer para sobrevivir, o para seguir cuerdos, o para llegar al final de los caminos y empezar a vivir o aprender a irse. Habla de castigos e indultos propios y ajenos. De llegar entero a ese momento en el que crees haber entendido las cosas. De descubrir, más tarde, que no hay nada que entender. Habla de todo lo que perdimos y no volverá, de todo lo que ganamos y no queremos volver a perder. Habla de todos nosotros. De las cosas que nunca llegaremos a saber.

No sé exactamente a partir de qué momento decidí que tenía que dedicarme a escribir, pero ese día alquilé una frustración. Día sin escribir, día perdido. Empeñé en ese momento, también, la capacidad de leer solo por el disfrute de leer. Ahora leo para aprender. Y en esa especie de tortura gozosa descubro páginas que me gustaría haber escrito, giros a los que podría haber llegado, aunque fuese tarde, gestos con los que me identifico. Pero, de vez en cuando, me encuentro también delante de libros como este. Libros que son templos. Y solo quiero leerlos, profanarlos sin ser digno de ellos. Olvidar, por fin, el aprendizaje y entregarme al sencillo placer de leer. Volver a creer.

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El paisaje

No soy capaz siquiera de imaginar el trabajo que hay detrás de este retrato que Leila Guerriero ha hecho de Silvia Labayru.

He intentado empezar este artículo con un truco de magia barato. Con una frase ruidosa: «La verdad no existe». La he borrado varias veces y me he quedado pensando. Sí que existe la verdad, pero es algo muy diferente a lo que nos contaron. La verdad nunca puede venir de una sola boca, sino de todas. No es una reliquia en un museo. La verdad cambia como la manera de contar lo vivido o como las personas mismas. La verdad no es la estación de destino. Se parece más al paisaje detrás de la ventanilla: sientes que realmente lo conoces, pero, en realidad, nunca es el mismo.

No soy capaz siquiera de imaginar el trabajo que hay detrás de este retrato que Leila Guerriero ha hecho de Silvia Labayru. Por cada vez que llamaba a su timbre, nacían otros timbres. Por cada hora compartida con ella, una multiplicación de horas. Por cada confidencia, diez más. Contradicciones, incomodidades, silencios y egos. Luego recopilarlo todo, darle un sentido, un tono, o muchos. Aparecer con su escritura lo justo y sin emitir nunca un juicio. Aun siendo ella dueña de una pluma perfectamente capaz del protagonismo. Siempre consiguiendo ser más pequeña que la historia. Reivindicando la humildad como una virtud imprescindible de su literatura. De la literatura.

«La llamada» está siendo un éxito porque habla de todos nosotros. De las cosas que  sabemos o acabaremos sabiendo. De lo que somos capaces de hacer para sobrevivir, o para seguir cuerdos, o para llegar al final de los caminos y empezar a vivir o aprender a irse. Habla de castigos e indultos propios y ajenos. De llegar entero a ese momento en el que crees haber entendido las cosas. De descubrir, más tarde, que no hay nada que entender. Habla de todo lo que perdimos y no volverá, de todo lo que ganamos y no queremos volver a perder. Habla de todos nosotros. De las cosas que nunca llegaremos a saber.

No sé exactamente a partir de qué momento decidí que tenía que dedicarme a escribir, pero ese día alquilé una frustración. Día sin escribir, día perdido. Empeñé en ese momento, también, la capacidad de leer solo por el disfrute de leer. Ahora leo para aprender. Y en esa especie de tortura gozosa descubro páginas que me gustaría haber escrito, giros a los que podría haber llegado, aunque fuese tarde, gestos con los que me identifico. Pero, de vez en cuando, me encuentro también delante de libros como este. Libros que son templos. Y solo quiero leerlos, profanarlos sin ser digno de ellos. Olvidar, por fin, el aprendizaje y entregarme al sencillo placer de leer. Volver a creer.

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