El sustrato del verano

Escuchaba el otro día a Javier Aznar charlando con Jonás Trueba.

Cuando buscas en internet “fin del verano” solo aparecen artículos cuyo titular es “previene el dolor de espalda tras el verano”, “cómo superar el estrés postvacacional”, pero nadie habla de la resaca emocional del verano1, esa que se queda impregnada en la piel por todo lo vivido y que no hay antídoto capaz de eliminarla, pues el recuerdo y la emoción siempre tiene más fuerza que la lógica y la razón. Y toda esta reflexión viene porque escuchaba el otro día a Javier Aznar charlando con Jonás Trueba. Elogiaban la repetición y la rutina como un gesto de cariño y pensaba que en parte podía estar de acuerdo porque me gusta ser fiel a la misma taberna, a la misma mesa alta incluso, vuelvo también a leer libros, a revisionar películas y, como ellos decían, a tener las mismas conversaciones con las mismas personas. Los sucesos pueden ser similares, solo que nosotros cambiamos -o deberíamos, porque el estatismo humano me supera a veces-. Pero siempre hay una excepción que hace que se cumpla la regla y en mi caso es el verano: odio repetir los veranos. La improvisación entre junio y agosto siempre se convierte en una necesidad vital.

El verano llega con la inevitable certeza de algo familiar, pero con la sutil promesa de que habrá algo distinto. Me gusta que cada verano sea diferente, conocer a gente nueva, vivir experiencias nuevas. Pero claro, agosto ha llegado a su fin y eso implica darse cuenta de que hay una maleta vacía en la habitación que hay que rellenar, que estás tomándote una última caña con un colega bajo un sol que parece retener lo imposible y que de nuevo estás atesorando otra foto de otro atardecer. 

Porque claro, mientras nos dure el moreno seguiremos con la nostalgia de todo lo vivido, porque en ese adiós que le decimos a un amigo que se marcha de su ciudad, no hay tanto de tristeza por lo que dejamos atrás, sino por lo que se sabe transitorio. Porque no hay mayor ley de vida que saber que el verano es descubrimiento y septiembre es transición. Es ahí cuando debemos atender a una resignación serena como al terminar un buen libro y sabemos que podremos acudir a él cuando lo necesitemos. Además esa despedida del verano, esa última conversación, ese adiós, ese último tren, parece que se prolonga más de lo habitual, porque cuando quieres acordar estás en algún sitio que no planeaste, mientras los primeros rayos de sol te dan en la cara y certifican que la vida es otra cosa. 

De nuevo lo que he podido aprender de este verano es que aunque la repetición de ciertos ritos estivales tengan su belleza innata, el verdadero sustrato del verano reside en aquello que no planeamos. En un epílogo improvisado con una moto por una ciudad que no tenías prevista visitar, ahí en ese calor del momento es donde encuentro la belleza del verano (y de la vida). Cuando la improvisación dicta el ritmo veraniego y nos rendimos a un dulce abandono, a un yo qué sé, solo quiero disfrutar y ya cerraré el capítulo en septiembre. 

Al próximo verano le sigo pidiendo que deje perderme en el ligero desconcierto, que me permita conducir por la vida conociendo y buscando una escapada a última hora. En este elogio de la contradicción que a veces me gusta hacer, también quiero volver a repetir experiencias porque volver es síntoma de valentía, como dice Manuel Jabois. Porque ya se ha terminado el verano y necesito volver, de nuevo dejarme llevar porque el resto de cosas en la vida se me escapan.

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1 Temazo para escuchar de fondo: “Cowboys de la A3” - Arde Bogotá

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Cuando buscas en internet “fin del verano” solo aparecen artículos cuyo titular es “previene el dolor de espalda tras el verano”, “cómo superar el estrés postvacacional”, pero nadie habla de la resaca emocional del verano1, esa que se queda impregnada en la piel por todo lo vivido y que no hay antídoto capaz de eliminarla, pues el recuerdo y la emoción siempre tiene más fuerza que la lógica y la razón. Y toda esta reflexión viene porque escuchaba el otro día a Javier Aznar charlando con Jonás Trueba. Elogiaban la repetición y la rutina como un gesto de cariño y pensaba que en parte podía estar de acuerdo porque me gusta ser fiel a la misma taberna, a la misma mesa alta incluso, vuelvo también a leer libros, a revisionar películas y, como ellos decían, a tener las mismas conversaciones con las mismas personas. Los sucesos pueden ser similares, solo que nosotros cambiamos -o deberíamos, porque el estatismo humano me supera a veces-. Pero siempre hay una excepción que hace que se cumpla la regla y en mi caso es el verano: odio repetir los veranos. La improvisación entre junio y agosto siempre se convierte en una necesidad vital.

El verano llega con la inevitable certeza de algo familiar, pero con la sutil promesa de que habrá algo distinto. Me gusta que cada verano sea diferente, conocer a gente nueva, vivir experiencias nuevas. Pero claro, agosto ha llegado a su fin y eso implica darse cuenta de que hay una maleta vacía en la habitación que hay que rellenar, que estás tomándote una última caña con un colega bajo un sol que parece retener lo imposible y que de nuevo estás atesorando otra foto de otro atardecer. 

Porque claro, mientras nos dure el moreno seguiremos con la nostalgia de todo lo vivido, porque en ese adiós que le decimos a un amigo que se marcha de su ciudad, no hay tanto de tristeza por lo que dejamos atrás, sino por lo que se sabe transitorio. Porque no hay mayor ley de vida que saber que el verano es descubrimiento y septiembre es transición. Es ahí cuando debemos atender a una resignación serena como al terminar un buen libro y sabemos que podremos acudir a él cuando lo necesitemos. Además esa despedida del verano, esa última conversación, ese adiós, ese último tren, parece que se prolonga más de lo habitual, porque cuando quieres acordar estás en algún sitio que no planeaste, mientras los primeros rayos de sol te dan en la cara y certifican que la vida es otra cosa. 

De nuevo lo que he podido aprender de este verano es que aunque la repetición de ciertos ritos estivales tengan su belleza innata, el verdadero sustrato del verano reside en aquello que no planeamos. En un epílogo improvisado con una moto por una ciudad que no tenías prevista visitar, ahí en ese calor del momento es donde encuentro la belleza del verano (y de la vida). Cuando la improvisación dicta el ritmo veraniego y nos rendimos a un dulce abandono, a un yo qué sé, solo quiero disfrutar y ya cerraré el capítulo en septiembre. 

Al próximo verano le sigo pidiendo que deje perderme en el ligero desconcierto, que me permita conducir por la vida conociendo y buscando una escapada a última hora. En este elogio de la contradicción que a veces me gusta hacer, también quiero volver a repetir experiencias porque volver es síntoma de valentía, como dice Manuel Jabois. Porque ya se ha terminado el verano y necesito volver, de nuevo dejarme llevar porque el resto de cosas en la vida se me escapan.

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