El vaso de tubo es como ese antiguo amigo de la niñez, con el que crecimos juntos y tomamos nuestras primeras copas (aquel horror del vodka negro-lima o el Martini-blue). Esa pieza de cristal que no tiene ni la dignidad de un vaso de sidra, pero que, sin embargo, nos introdujo en las mieles de la noche y el hedonismo.
En bares de toda España, especialmente en aquellos que se niegan a morir por más que pasen los años y se mueran sus parroquianos, el vaso de tubo es una reliquia, un objeto de veneración absoluta. Encima de esas barras de Zinc con chorretón de ginebra al cierre, aún hay camareros que siguen sustentado estos vasos como medida única de todas las bebidas: el patrón tubo.
He visto a las peores mentes de generaciones anteriores, y a alguna de las mejores de la mía, trasegar tragos en ese cilindro de vidrio como si el mañana no existiese. Sólo un refresco es suficiente para completar el ritual de varios “ponme otra, pero sin la mezcla”, siempre con su característico hielo que, como el Perito Moreno, mengua a cada vaivén de muñeca y siempre salpica.
También está la versión de las noches, desde los mejores sitios a los antros más inmundos -hay que saber estar en todos los lados-, los hay que siguen manteniendo este vaso como referencia. Eso sí: mucho hielo y poco chisme. Esto no gusta a nadie, pero es lo que hay.
Es el último vestigio de una civilización casi olvidada: rancia, chabacana y cutre, pero también alegre, fiestera y jacarandosa. El vaso de tubo encierra más verdad sobre lo que es España que todos esos tratados de hispanistas guiris pagados de sí mismos. La respuesta a una estética, un tiempo y una sociedad: codo en barra metálica, pelo en el pecho, camareros con cara de mala hostia y mucho humo.
A lo largo de los años, el vaso de tubo se ha visto desplazado por otros, pero resiste en las costumbres de los auténticos. En los que saben no perder la tradición, en los que trajinan igual un moderno cóctel de autor que un gin-cola en tubo. Porque todo lo que no es tradición es plagio.
El vaso de tubo, como Tropezón I, es el rey verdadero, quizá anacrónico, jaranero y un poco cansado, pero con un encanto que nadie le puede arrebatar.