Son casi las dos de la tarde, y en la playa se mezcla el sonido de las olas del mar con el de los envoltorios de los bocadillos que la gente se ha llevado para comer. Los niños ríen y gritan jugando al fútbol en la larga orilla que nos regala la marea baja a los hijos del Atlántico. “Tú eres Nico Williams y yo Lamine Yamal” le dice un niño a otro. Me río por dentro a la vez que los envidio. Hace tiempo que no me pido ser un futbolista, y tampoco había escuchado a nadie pedirse ser Nico Williams. En fin, todo cambia. Nuevos campeones, nuevos héroes.
Me mantengo algo alejado de toda la jauría de gente feliz que calcula las horas de digestión, corta tortilla de patatas y bebe gazpacho. Escucho a los lateros y a los vendedores de camarones pasar con esa voz que se escucha hasta en Estocolmo. Físicamente estoy en Cádiz, pero mi cabeza está en el río Irati pescando truchas con Jacob y Bill, dos de los protagonistas de Fiesta, de Ernest Hemingway, y en la noche del sábado pasado en la que me quedaría a vivir una temporada. “¿No hay un congelador de recuerdos en el que poder guardar esa noche y poder visitarla de nuevo alguna vez?” me pregunto dándome un chapuzón mientras observo a una pareja jugar a las palas en la orilla.
Al llegar a mi toalla una señora me pregunta si le puedo vigilar las cosas, que va a darse un paseo y yo, todo educado y orgulloso porque me han visto cara de persona cuerda, le digo que lo haré encantado. Al irse, me pregunté a mí mismo si el verano nos hace mejores. ¿Dejaría yo mis pertenencias a cargo de alguien a quien no conozco de nada en pleno otoño? No lo sé. Pero en verano vale todo. Los niños hacen amigos estivales que serán efímeros (como la propia estación en sí), pero que dejarán un poso en ellos sin darse cuenta y los adultos sonríen porque las playas les llevan de nuevo a su infancia, esa a la que uno vuelve feliz y entusiasmado sin saber muy bien por qué.
Puede que a veces exageremos con el verano, que hagamos demasiadas fotos a nuestras toallas y a los libros que leemos, pero qué le vamos a hacer, el verano nos -me- emociona, y también nos regala el mercado de fichajes, el Trofeo Carranza, la piel salada y morena, el dulce placer de salir de casa con el pelo algo mojado, una canción que no consigue salir de tu cabeza. ¿Cómo no le vamos a querer?
El verano se pasa rápido, rapidísimo. Estirarlo sería un error, es más, perdería la gracia. Por eso debe guardar su esencia y tenemos que exprimirlo al máximo, porque sabemos que se irá. El verano es un cóctel de trago corto. Alberga el frescor del daiquiri , la intensidad de un old fashioned y la fugacidad de un dry martini bien frío. Un verano sabe a poco, dos daiquiris también.