Esa cañita al sol en invierno

Lo enamorado que tendría que estar de una alemana para irme a otras latitudes donde el invierno no es tan benévolo

Esa cañita al sol en invierno. Uno cree en la civilización por momentos como este. Como meterse en la cama con las sábanas limpias después de un fin de semana sin parar por casa. Esto era el progreso. Reivindico diciembre y reivindico enero, no por las vacaciones ni por el espíritu navideño ni tampoco por las cenas de empresa -esas reuniones que todo el mundo dice odiar pero a las que todos quieren ir-, sino por los días soleados de invierno. Días serranos, en otra época conocidos también como días de matanza, término hoy en desuso debido a la sensibilidad actual. Con lo bien tirado que estaba. Días para cogerse el coche e improvisar una visita a Patones de Arriba, o a Chinchón, qué se yo, a dar una vueltecita, a decir qué bien viviría en un pueblecito así cuando en el fondo sabes que no es verdad, a fantasear con una vida sin wifis ni metros y a lo importante, a tomarnos unas cañas en la plaza, que era a lo que habíamos venido, con el sol de esta España nuestra pegando bien en la cara y con la conciencia reposando en la tranquilidad del espíritu. Guardan los días serranos, los días de sol del invierno, un secreto, el mismo que guarda el cine o desayunar fuera de casa. El inmenso placer de ser degustados en soledad. Bajarse uno al bar sin compañía ni expectativas, sin esperar a nadie más que al camarero, pedirle una caña, pringarse las manos con la grasa de las patatas fritas y que no importe demasiado, y acto seguido pedirse una segunda caña para repetir proceso, y descubrir la felicidad de las pequeñas cosas, la plenitud condensada en un cuenco de aceitunas no esperado. Y vale que subir a comer a casa medio pedo tampoco es plan, pero chico, a partir de los treinta uno vive de este tipo de alegrías puntuales, improvisadas. Y así, entre patatas y aceitunas, pienso por qué un jugador de la liga española habría de cometer el inmenso error de irse a Mánchester o a Múnich, y en lo muchísimo que me tendrían que pagar a mí para privarme de estas cosas y hacer la maleta, o en lo enamorado que tendría que estar de una alemana para irme a otras latitudes donde el invierno no es tan benévolo, y pienso también en la santa razón que tenía el niño aquel de Asturias, el que, preguntado por si no se le hacía dura la ausencia de otros niños en su pueblo, respondía que no, que estaba muy agusto así, sólo, sin niños, sin nadie que le tocase los cojones. Y es raro porque a pesar de darle la razón, esta mañana sólo pienso en el pedazo de día hace para pasarlo con ella, o si no con los amigos, si hay suerte puede que con todos, con todo el mundo bien revuelto y borracho, y no sé si es el sol o son las tres cañas que llevo ya encima las que sacan mi lado más simpático, más social, pero como tampoco quiero asumir un principio de alcoholismo diré que es el astro rey que brilla en el cielo quien poseé la facultad de hacerme mejor persona. Y que vale, que quizá sólo sea en verano cuando alcanzamos la falsa y momentánea ilusión de que todo es perfecto, de que somos plenamente felices, pero esto de ahora tampoco está tan mal, y quién quiere 25 grados en una mañana como esta, si lo perfecto acaba siendo siempre enemigo de lo bueno. Y dejo de pensar todas estas cosas que se me habrán olvidado cuando me levante de la siesta, una siesta de la que ya me relamo desde aquí, y pongo la oreja en la mesa de al lado y me recreo escuchando las conversaciones ajenas, que son siempre más interesantes que las propias, que le demuestran a uno que hay otras vidas por ahí, por vivirlas y sobre todo por contarlas, pero esta, justo esta, la que me regalo las mañanas de sol de invierno como la de hoy, con mis cañitas, mis pensamientos y mis aceitunas, tampoco está nada mal, y que yo esto no lo cambio por nada, ni Múnich enamorado ni Mánchester sin ti.

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Lo enamorado que tendría que estar de una alemana para irme a otras latitudes donde el invierno no es tan benévolo

Esa cañita al sol en invierno. Uno cree en la civilización por momentos como este. Como meterse en la cama con las sábanas limpias después de un fin de semana sin parar por casa. Esto era el progreso. Reivindico diciembre y reivindico enero, no por las vacaciones ni por el espíritu navideño ni tampoco por las cenas de empresa -esas reuniones que todo el mundo dice odiar pero a las que todos quieren ir-, sino por los días soleados de invierno. Días serranos, en otra época conocidos también como días de matanza, término hoy en desuso debido a la sensibilidad actual. Con lo bien tirado que estaba. Días para cogerse el coche e improvisar una visita a Patones de Arriba, o a Chinchón, qué se yo, a dar una vueltecita, a decir qué bien viviría en un pueblecito así cuando en el fondo sabes que no es verdad, a fantasear con una vida sin wifis ni metros y a lo importante, a tomarnos unas cañas en la plaza, que era a lo que habíamos venido, con el sol de esta España nuestra pegando bien en la cara y con la conciencia reposando en la tranquilidad del espíritu. Guardan los días serranos, los días de sol del invierno, un secreto, el mismo que guarda el cine o desayunar fuera de casa. El inmenso placer de ser degustados en soledad. Bajarse uno al bar sin compañía ni expectativas, sin esperar a nadie más que al camarero, pedirle una caña, pringarse las manos con la grasa de las patatas fritas y que no importe demasiado, y acto seguido pedirse una segunda caña para repetir proceso, y descubrir la felicidad de las pequeñas cosas, la plenitud condensada en un cuenco de aceitunas no esperado. Y vale que subir a comer a casa medio pedo tampoco es plan, pero chico, a partir de los treinta uno vive de este tipo de alegrías puntuales, improvisadas. Y así, entre patatas y aceitunas, pienso por qué un jugador de la liga española habría de cometer el inmenso error de irse a Mánchester o a Múnich, y en lo muchísimo que me tendrían que pagar a mí para privarme de estas cosas y hacer la maleta, o en lo enamorado que tendría que estar de una alemana para irme a otras latitudes donde el invierno no es tan benévolo, y pienso también en la santa razón que tenía el niño aquel de Asturias, el que, preguntado por si no se le hacía dura la ausencia de otros niños en su pueblo, respondía que no, que estaba muy agusto así, sólo, sin niños, sin nadie que le tocase los cojones. Y es raro porque a pesar de darle la razón, esta mañana sólo pienso en el pedazo de día hace para pasarlo con ella, o si no con los amigos, si hay suerte puede que con todos, con todo el mundo bien revuelto y borracho, y no sé si es el sol o son las tres cañas que llevo ya encima las que sacan mi lado más simpático, más social, pero como tampoco quiero asumir un principio de alcoholismo diré que es el astro rey que brilla en el cielo quien poseé la facultad de hacerme mejor persona. Y que vale, que quizá sólo sea en verano cuando alcanzamos la falsa y momentánea ilusión de que todo es perfecto, de que somos plenamente felices, pero esto de ahora tampoco está tan mal, y quién quiere 25 grados en una mañana como esta, si lo perfecto acaba siendo siempre enemigo de lo bueno. Y dejo de pensar todas estas cosas que se me habrán olvidado cuando me levante de la siesta, una siesta de la que ya me relamo desde aquí, y pongo la oreja en la mesa de al lado y me recreo escuchando las conversaciones ajenas, que son siempre más interesantes que las propias, que le demuestran a uno que hay otras vidas por ahí, por vivirlas y sobre todo por contarlas, pero esta, justo esta, la que me regalo las mañanas de sol de invierno como la de hoy, con mis cañitas, mis pensamientos y mis aceitunas, tampoco está nada mal, y que yo esto no lo cambio por nada, ni Múnich enamorado ni Mánchester sin ti.

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