Esquizofrenia eólica

Como todo buen hombre de la new wave de masculinidad tóxica, paso varias horas semanales mirando Google Maps. Busco zonas para aparcar en ciudades en las que nunca he estado, pueblos rurales con carreteras potencialmente divertidas y el punto peninsular más alejado de cualquier «Casa de las Carcasas». En una de estas sesiones cartográficas, tuve un pensamiento intrusivo: ¿y si me cruzo Menorca andando, el día de mi cumpleaños?

Si te digo “He tenido una idea”, bloquéame.

Quizá inspirado por el viaje de Russ Cook (el primer y único tarado que se ha cruzado África corriendo), quizá carente de riego sanguíneo en el cerebro, me planté cuatro meses después en esa isla hasta entonces desconocida. Encontré alojamiento en un modesto pueblecito no turístico que no desvelaré (bombardeen Airbnb), listo para una de mis pocas hazañas atléticas antes de unos días de merecido descanso y exploración insular.

 

Google Maps proyectaba 10 horas de caminata ininterrumpida entre el Port de Maó y el de Ciutadella. Ese era el reto. De agua a agua. Destrocé esa marca caminando 47km en 8 horas y cuarto. No paré más de cinco minutos seguidos ni para comer. Mi nutrición se basó en: 2 Red Bulls, 2 Powerades azules, 150 gramos de almendras, 1 guarro sándwich de jamón y queso, 3 Kinder Bueno y una cantidad de Ibuprofeno que dormiría a un hipopótamo. Perfecta comida de cumpleaños. Encima, como el tío que pasó 7h de vuelo mirando al frente sin distracciones, rawdoggeé todo el trayecto sin música, ya que necesitaba escuchar los coches venideros para quizá no morir. Decisiones cuestionables crean diversión tipo 3.

Si te digo “descárgate la app de Stompers”, bloquéame.

Pero basta de ensalzar mis increíbles logros atléticos, hablemos de mis vacaciones. Tras el paseíto, me quedaban unos días para explorar la isla con calma, pero algo pasaba: no lograba relajarme. Aunque estas tendencias distímicas son frecuentes cuando viajo por ocio, esta vez era distinto. Un siniestro ruido me perseguía allá donde fuera cuando todo lo que ansiaba era silencio. Sonidos graves, intermitentes y extraños. Un lejano aullido. Como cualquier ingeniero, si escucho un ruido desconocido pero periódico, me calmo. Cuando es de frecuencia aleatoria, paniqueo. Y me estaba volviendo totalmente loco. Escribí mi testamento en el reverso de la carta de un restaurante.

 

Finalmente descubrí que, a varios kilómetros de mi alojamiento, había un bufador (sopladero en castellano, pero propongo cancelar esta palabra). Una cavidad cercana al mar por donde escapa el aire que las olas atrapan contra la tierra. En días tempestuosos o de mucho viento (frecuentes en otoño), provoca un tenebroso sonido que atrae e intimida a partes iguales. Mi tipo. El aire sube por la cavidad silbando con una potencia absurdérrima. Lo sé porque asomé ingenuamente la cabecita y mi gorra salió volando a decenas de metros de altura. Había unos barrotes de hierro para evitar la caída de algún niño (yo) curioso, pero estoy convencido de que podría dejarlo levitando. Menorca es la hija del viento.

 

A pesar de ya haberme familiarizado con los soplidos aleatorios durante los siguientes días seguí sin poder relajarme. Y eso que el viento amainó y gocé de un tiempo soleado, calitas y montaña. Seguía oyendo algo. Un ruido. Allí, solo en la isla, pudiendo hacer todo o nada con todo el tiempo para mí, había cierta tensión, como un zumbido eléctrico. Claro, caí, era eso. Tenía todo el tiempo para mí. ¿Qué haces con el monólogo interno cuando ese imbécil no se calla? El ruido era yo. Viento en mi cabeza. Fueron unos días raros, hasta que todo empeoró.

 

La última noche volvió el viento con más furia. Llamado por las sirenas, me fui a ver el mar. Siempre me relajó mirar el oleaje. Atravesé un camino pedregoso mecido, empujado y finalmente golpeado por un vendaval. Cuanto más me acercaba, más despiadado se volvía, como si quisiese borrarme. Anduve unos minutos que parecieron horas y me costaron años de vida. Me senté cerca del acantilado, ensordecido entre un viento gutural y las armonías de las olas. Era tan fuerte que apenas podía abrir los ojos. Dolía. El aire gritaba en mi cara, desafiándome a seguir ahí. Éramos los dos. Sentía vaciarse algo en mi interior ante esa agresión. Algo se apagaba. La naturaleza bramaba ante mí, el único vivo en ese paisaje. Me quería decir algo, iba creciendo.

 

Empezaron a caer gotas como agujas que cortaban mi piel. La ropa luchaba por desgarrarse a mi alrededor hasta que solo me arropó un frío violento. Estaba empeñado en escuchar atentamente, un esfuerzo sobrehumano, mirando de vez en cuando cómo el horizonte pasaba por decenas de colores hasta perderlos todos. Había algo más ahí. Estaba agotado y tiritaba. Cada segundo me sentía más ligero, pero no podía moverme. El aire rugía haciendo de mi pelo un garabato. Mi mirada anclada al suelo para evitar encontrarlo de frente, mientras él no paraba de gritarme y gritarme y gritarme hasta la sordera y el mar golpeaba, y golpeaba, y golpeaba las indefensas rocas que suplicaban clemencia ante esa salvaje embestida esclava de la luna. Visceral. Estaba al límite. La tierra aún sangraba retales del mar cuando volvía a ser agredida por las olas. Ya no había horizonte, sólo un manto grisáceo que me envolvía. Un muro de sonido buscando engullir todo a su paso, y yo sentía que debía permanecer ahí aunque me tragase. Estaba cerca, me llamaba. No me importaba nada más. Estaba cerca y sólo sentía dolor ante su violencia y no podía pensar en nada más que en ese ruido. Estaba cerca y dolía y mis gritos desaparecían entre la tempestad y sentía que no quedaba nada dentro de mí y pronto no quedaría nada fuera y me volvería polvo entre ese viento que me llevaría de vuelta al mar. Estaba terriblemente cerca hasta que, de repente, todo paró. Silencio.

 

 

 

Sólo entonces lo escuché.

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