Vivimos en un déjà vu colectivo permanente. Nuestro entretenimiento cinematográfico y televisivo parece cíclico. Nos acordemos o no, todo lo que vemos ya lo hemos visto antes. En el mundillo literario se dice que todas las historias ya están contadas, que todas derivan de unos modelos alma máter, como plantillas con una misma estructura, que reescribimos constantemente. La repetición forma parte de nuestra esencia como sociedad y como humanos, aprendemos revisando los patrones, la Historia se repite y las historias también. Esto no es una crítica a la repetición, en ella buscamos sentido, revisamos problemáticas, con ella comprendemos el pasado y ofrecemos nuevas perspectivas.
Ahí está la clave: la estructura de las historias lleva repitiéndose siglos, pero el enfoque es diferente, nos dice algo del momento en que se cuentan, de su contexto, de las prioridades de quienes las cuentan, de sus deseos y de su visión particular del mundo.
Con tanto acceso a productos culturales, los espectadores estamos siendo partícipes de una proliferación y democratización de la cultura. Esto es parcialmente cierto, pero nos topamos con un problema elemental, y es que, en esa masificación, la calidad no es directamente proporcional a la cantidad: más bien al contrario. Y el interés que se esconde tras los contenidos, no es necesariamente el del espectador, sino el interés económico de quienes se benefician de su éxito. Poniendo todo al mismo nivel y replegando en los esfuerzos de creación, se educa a los espectadores en el conformismo, y también se peca de minusvalorar su intelectualidad y su capacidad crítica.
Me he cansado de las historias desenfocadas y de las películas y series re-hechas sin pretensión de renovación o revisión. Vengo a criticar el camino fácil, la falta de ideas y el abuso de la nostalgia.
Estoy harta de los remakes, los live-action, las octaves partes. No quiero más coches furiosos ni transformados, también me dan pereza las princesas reencarnadas, los leones digitalizados, los superhéroes que se pasean de película a película convirtiendo los cameos y crossovers en el único aliciente de sus tramas.
Reivindiquemos las historias autoconcluyentes, coherentes en sí mismas. ¿Qué es eso de que para entender una película haya que ver otras quince, o incluso una serie, antes? Lo siento, Marvel, pero por ahí no paso. Y ya no solo porque me parece una falta de respeto por mi tiempo, y el de todos, sino porque no me parece que unas líneas argumentales tan básicas necesiten todo ese tiempo. Nos toman el pelo.
En el libro Buen entretenimiento, Byung - Chul Han piensa sobre el papel de un buen entretenimiento en el mundo real. El entretenimiento se eleva a un nuevo paradigma, a una nueva fórmula del mundo y del ser. Para ser, para formar parte del mundo, es necesario resultar entretenido. Solo lo que resulta entretenido es real o efectivo. Ya no es relevante la diferencia entre realidad ficticia y real [...] La realidad misma parece ser un efecto del entretenimiento. (Han: 2018).
Hoy se banaliza no solo el ocio, némesis de la productividad, que se necesita para consumir productos culturales, sino también los productos en sí mismos, el entretenimiento como tal, siempre acusado de ser el alter ego malévolo del trabajo. Yo creo que ambos son condicionales, codependientes, necesarios e inevitables el uno para el otro. Por lo que quizás convendría centrarse más en los excesos y carencias de cada uno, y dejar de pensar ambos conceptos en términos de enemistad, formando un maridaje. En cuanto al término que nos atañe, el entretenimiento, su supuesta banalidad podría verse reducida tratando de ajustarse a un cierto nivel cualitativo, tanto en lo intelectual como en lo técnico.
Si pensamos en el espectador como en alguien para el que la realidad y la realidad ficticia son igualmente influyentes, aprovecharse de ese poder que la realidad ficticia tiene sobre quien la ve no sería del todo legítimo, necesitamos una cultura consecuente con la influencia que ejerce.
Echo de menos un catálogo más exigente, y mucho más diverso, que se esfuerce por aportar narrativas más originales y una mayor variedad de géneros. Que se arriesgue a pensar menos en la utilidad y la efectividad comercial y la rentabilidad. Que se atreva con propuestas desafiantes para el espectador, que sean originales y no cómodas o seguras, adentrándose en lo desconocido para descubrir el alcance que puede tener.
Necesito narrativas más profundas, más complejas, que interactúen más conmigo, que tengan algo que transmitir, historias que me activen mentalmente y no me den las respuestas. Tampoco sobran contenidos que pongan en valor temas sociales invisibilizados y que busquen resaltar cuestiones relevantes. Y con esto no me refiero a la llamada irónicamente “cuota de inclusión", ni a la readaptación de historias ya filmadas o ya escritas cambiando la identidad sexual o la etnia de los personajes. No creo que haya que reescribir los libros de Roald Dahl para ser inclusivo. Me da miedo que intentando reescribir el pasado nos olvidemos de que lo que hemos avanzado como sociedad se tambalea cada día, que son derechos peleados, conseguidos, y que no siempre han estado ahí. Para imaginar un pasado mejor hay otras estrategias, que se lo digan a los Bridgerton. No creo que la diversidad tenga que esforzarse por adquirir migajas de historias ya escritas, creo que tiene que ocupar el presente y el futuro. Quiero historias en las que se aplauda esa diversidad, no en las que se le ceda un pequeño espacio.
Quiero personajes con mayor complejidad, que no propaguen lecciones morales ni establezcan un patrón de modelo de conducta intachable. Con una identidad definida, propia, que se mantenga y sea coherente consigo misma. Que no sean superficiales en pos de mi entendimiento, que me reten. Quiero atreverme a entenderlos, a preguntarme sus motivos, a descifrar su carácter.
Pido alternativas, mundos diferentes que me inviten a reflexionar acerca de lo que fue, lo que es y lo que será. Productos culturales osados, con opinión y posición ante el mundo, aun a riesgo de no complacer a todos. Que me interpelen desde el respeto, no desde la condescendencia.
Todo esto no puede recaer solo en el cine o las editoriales independientes, es un trabajo colaborativo. Sería ideal que los productos culturales se alinearan para fomentar la emancipación del espectador, en lugar de competir por su atención. Que, en términos de Ranciere, en lugar de asumir una desigualdad entre maestro y aprendiz, supusieran que ambos parten de una tabla rasa y son igualmente capaces intelectualmente, y permitir que dialoguen cada cual desde su conocimiento.
Es en ese espacio de separación, en ese diálogo, donde podemos crecer y evolucionar, donde mejoramos, y estamos dejando que se extinga cuando deberíamos exigir una onda expansiva.
La distancia no es un mal a abolir, es la condición normal de toda comunicación. (Ranciere: 2010).