Ahora resulta que Instagram casi cierra la cuenta de Cristina Fallarás. Me imagino la cantidad ingente de denuncias de hombres muy asustados que ha tenido que recibir el perfil de la periodista para que fuera suspendido durante unas horas. Uno de los pocos espacios seguros que existen abiertos para la denuncia de la violencia sexual. El machismo entró en pánico y el pato casi lo acabamos pagando nosotras, una vez más.
Como a Claudia, a mí también me gustaría más estar bebiendo un té de lavanda en el sofá, ver mi episodio semanal de Sexo en Nueva York o salir a pasear sin cargo de conciencia, en vez de estar sentada en el escritorio dispuesta a escribir porque en algún lugar tengo que poner toda esta rabia.
Muchos de los comportamientos de Errejón y de alguna otra figura pública que se han publicado estos días no son punibles legalmente porque no están tipificados como delito —otros sí, por supuesto—. Esto no significa que no sean machistas y estén mal. Alardear públicamente de las pedazo de tetas que tenía la pava a la que te has tirado no es delito, ni mucho menos. Ligar burdamente con mujeres de dieciocho años tampoco. Pero son conductas que evidencian la violencia y el machismo sistemático al que nos enfrentamos las mujeres todos los días, tan enraizado en las creencias masculinas que a algunos amigos todavía les cuesta entender por qué están mal.
Este perfil de Instagram y otros parecidos cumplen un objetivo fundamental: dejar constancia de todas las violencias que sufrimos, sean “pequeñas” o “grandes”. Como explica Fallarás, una denuncia es un señalamiento que busca un castigo, normalmente judicial. Pero esto no son denuncias. Son testimonios. Es que, algunas veces, no perseguimos el castigo: nos conformamos con poner en evidencia la realidad.
Se trata de un mecanismo distinto a los tribunales —que tanto han dejado que desear en la protección de las víctimas— para condenar comportamientos de mierda y avisarnos unas a otras. Es una memoria colectiva de cosas que todavía están sin contar, porque no nos hemos atrevido o no nos han querido escuchar. Y tenemos que compartirlo, porque lo que no se habla no existe, y si no lo hablamos nunca va a parar.
Y aquí es donde encuentro la diferencia abismal e ineludible entre la experiencia de ser hombre y ser mujer. Una diferencia irreconciliable, creo.
La mayoría de ellos no terminan de entender por qué tenemos la necesidad de compartir las cosas que nos pasan porque nunca han sentido el acoso o la violencia sexual. No entienden la gravedad de según qué conductas, no se fijan en que son perfecto ejemplo de un patrón transversal y terrorífico que todas tenemos que aguantar. La teoría se la saben y pueden asegurar que tocar el culo sin permiso está mal, pero bueno, tampoco es taaaan grave, sin más. “Sin más” porque nunca han sentido el asco que da.
Nunca sentirán la decepción o el miedo de la misma manera que nosotras, y eso degenera en que no comprenden la necesidad de crear otros mecanismos de defensa, como es la exposición pública.
Mis amigos me preguntan inquisitivamente si acaso está bien publicar una conversación privada. “A ver si ahora no se va a poder hacer nada”. Confían plenamente en el sistema judicial y no creen en la justicia social, porque el primero les da muchas garantías y en el segundo se cree a la víctima. “Si crees que ha sido abuso, pues denuncia”. “¿Pero a qué te refieres con consentimiento viciado? ¿Qué es eso?”. “¿Quién no ha tenido algún desliz follando?”. “No se puede hacer una hoguera en la plaza pública”.
Veo el miedo que resbala por los dedos de quien escribe un tuit excusando a un compañero. “Es que este tío es un monger, pero es solo eso, un burro”. “¿Quién no ha querido ligar con una chica con la piel tersa y puesta en su sitio?”, dice un tío random en Twitter.
El foco siempre está sobre nosotras. Hay que cambiar la vergüenza de bando.
Yo nunca he querido ligar con una chica de dieciocho años. Las mujeres de cuarenta nunca han querido ligar conmigo cuando han sabido que nos llevamos veinte de diferencia. Los hombres, por el contrario, siempre sí. Con más ansia. ¿Por qué no hablamos de cómo la edad de los hombres famosos aumenta pero la de sus novias no? ¿Evidencia eso algún problema estructural? ¿Es que una mujer deja de pareceros atractiva cuando ya no tiene tersa la piel? ¿Por qué? ¿Tiene que ver con una necesidad de validación externa? ¿No tienes tú también cincuenta tacos y barriga cervecera?
¿Acaso es necesario que algo sea un delito para que sea considerado reprochable, machista o peligroso? ¿No podemos condenar esas conductas misóginas en público? ¿No forman todas ellas parte de la misma cultura patriarcal, de la misma pirámide de violencias? ¿Tenemos que seguir aguantando a babosos y guarros simplemente porque su conducta no es denunciable por vía judicial? ¿Cómo vamos a avanzar si no salen estas cosas a la luz?
No se trata de que Instagram supla al Estado de Derecho como dispensador de justicia. No es cuestión de acabar con la presunción de inocencia, ni mucho menos. Y si me preguntáis, no creo mucho en la cultura de la cancelación, o creería en ella si existiera algún mecanismo de reinserción para el cancelado. Pero es que parece que, por desgracia, el único motor que tenemos para lograr un cambio efectivo es infundir miedo.
Si la pedagogía no funciona —como no ha funcionado— me parece lícito que las mujeres se organicen y recurran a otros canales para asegurar su protección. (Canales que, por otro lado, no deberían mercantilizar el derecho de las víctimas a desahogarse y contar sus experiencias. Lo digo por la poca ética de recoger testimonios en un libro que cuesta 23,90)
Si que caiga la reputación de un hombre individual va a disuadir a otros de comportarse mal, que así sea. Si la cancelación de un personaje va a salvar a mi prima pequeña de liarse con un cantante 20 años mayor que ella que se aprovecha de su fama para llevársela a la cama, que así sea. Si la única manera de que un chaval de diecisiete años entienda que enseñar nudes de su novia a sus amigotes del fútbol está feo es mediante la exposición, que así sea.
Igual tendríamos que hacer las paces con el hecho de que los hombres que no han ejercido conductas misóginas con alguna chica son una minoría, por desgracia y por mucho que les queramos. Y, para mí, ese no es el problema. Eso es solo un síntoma, y sí creo en la voluntad de una mayoría de hombres de cambiarlo. El problema es que si no se señalan, van a seguir ocurriendo, y nosotras vamos a tener que seguir aguantándolas.
“No olvidéis nunca esto: las mujeres hablamos entre nosotras, y tenemos un disco duro que flipas con toda esa información. Y algún día, eso os dará tanto miedo como a nosotras oír unos pasos volviendo a casa de noche”— Lucía Lijtmaer