Feliz verano

Tienen algo extraño las Eurocopas que me atrae, algo distinto a la liturgia de los Mundiales o a la trascendencia de la Copa de Europa.

Comenta Iñigo Domínguez en Polo de Limón (Libros del KO, 2020) que sólo se desea “feliz algo” en aquellos momentos del año en los que no se trabaja. Feliz año, feliz verano, feliz puente. Que es cuando se tiene que ser feliz, coño, no lo vamos a ser en la oficina. Nunca hay un “feliz febrero”, o un “feliz otoño”. Ni siquiera hacemos el esfuerzo de buscar el adjetivo idóneo para saludar a las temporadas de máxima carga laboral. Nunca se le desea a nadie un “productivo marzo” o un “disruptivo enero”. Por algo será. 

Siguiendo con la teoría anterior, al verano se le presupone su condición de estación feliz para todos. Si hay un momento en la vida de cada individuo en el que no se trabaje durante mucho tiempo, ese es sin duda cuando se es niño y concretamente cuando se es niño en verano. Y sin embargo los veranos de la infancia, al menos los míos, nunca fueron felices del todo. Fueron otras muchas cosas, desde luego. Largos, salvajes, calurosos, aburridos, eróticos. Pero felices, lo que se dice felices de pensar yo no sé si hay algo cercano a la plenitud del alma pero si lo hay debe ser algo no muy distinto a esto, de eso no hubo, no. Con toda su lógica además. Los momentos de dicha plena, precisamente para que lo sean, deben ser breves e inesperados. No hay -por definición no puede haber- felicidad que se anuncie todo el año ni que dure dos meses.

Si hubo veranos felices, o al menos pequeños momentos que le permitieran a uno sospecharlo, fueron los de aquellos años múltiplos de cuatro. 2004, 2008, 2012 y así sucesivamente. La secuencia obedece al calendario de las Eurocopas y los Juegos Olímpicos, perfectamente alineados para enlazar el uno con el otro sin que la molicie ni las moscas formen ya parte del paisaje.

Tienen algo extraño las Eurocopas que me atrae, algo distinto a la liturgia de los Mundiales o a la trascendencia de la Copa de Europa. Me gustan las Eurocopas porque son todo lo que le pido a la vida. Aventuras breves, protagonistas inesperados, sorpresas recurrentes. Y drama. Si estamos aquí, si seguimos aquí, es por el puto drama. Lo demás son cuentos chinos. Una Eurocopa es siempre un poco como enamorarse en un festival. Absurdo, ridículo por lo desmedido de las expectativas generadas, máximo impacto sin atisbo de un recorrido mínimo. Pero joder, qué bonito ser joven aquí y ahora contigo mientras bailamos esta canción. No te cambio por nada que me ocurra de septiembre a mayo. 

El de 2024 tiene que ser, siguiendo el principio de los años múltiplos de cuatro, un verano feliz. No habrá festivales, no al menos para mí, pero sí amores de verano. De los únicos que me interesan, de los insoportablemente ligeros. Ajenos a toda trascendencia y al tomarse muy en serio, que es siempre la antesala de estropearlo todo.

Feliz verano.

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Costumbres

Feliz verano

Tienen algo extraño las Eurocopas que me atrae, algo distinto a la liturgia de los Mundiales o a la trascendencia de la Copa de Europa.

Comenta Iñigo Domínguez en Polo de Limón (Libros del KO, 2020) que sólo se desea “feliz algo” en aquellos momentos del año en los que no se trabaja. Feliz año, feliz verano, feliz puente. Que es cuando se tiene que ser feliz, coño, no lo vamos a ser en la oficina. Nunca hay un “feliz febrero”, o un “feliz otoño”. Ni siquiera hacemos el esfuerzo de buscar el adjetivo idóneo para saludar a las temporadas de máxima carga laboral. Nunca se le desea a nadie un “productivo marzo” o un “disruptivo enero”. Por algo será. 

Siguiendo con la teoría anterior, al verano se le presupone su condición de estación feliz para todos. Si hay un momento en la vida de cada individuo en el que no se trabaje durante mucho tiempo, ese es sin duda cuando se es niño y concretamente cuando se es niño en verano. Y sin embargo los veranos de la infancia, al menos los míos, nunca fueron felices del todo. Fueron otras muchas cosas, desde luego. Largos, salvajes, calurosos, aburridos, eróticos. Pero felices, lo que se dice felices de pensar yo no sé si hay algo cercano a la plenitud del alma pero si lo hay debe ser algo no muy distinto a esto, de eso no hubo, no. Con toda su lógica además. Los momentos de dicha plena, precisamente para que lo sean, deben ser breves e inesperados. No hay -por definición no puede haber- felicidad que se anuncie todo el año ni que dure dos meses.

Si hubo veranos felices, o al menos pequeños momentos que le permitieran a uno sospecharlo, fueron los de aquellos años múltiplos de cuatro. 2004, 2008, 2012 y así sucesivamente. La secuencia obedece al calendario de las Eurocopas y los Juegos Olímpicos, perfectamente alineados para enlazar el uno con el otro sin que la molicie ni las moscas formen ya parte del paisaje.

Tienen algo extraño las Eurocopas que me atrae, algo distinto a la liturgia de los Mundiales o a la trascendencia de la Copa de Europa. Me gustan las Eurocopas porque son todo lo que le pido a la vida. Aventuras breves, protagonistas inesperados, sorpresas recurrentes. Y drama. Si estamos aquí, si seguimos aquí, es por el puto drama. Lo demás son cuentos chinos. Una Eurocopa es siempre un poco como enamorarse en un festival. Absurdo, ridículo por lo desmedido de las expectativas generadas, máximo impacto sin atisbo de un recorrido mínimo. Pero joder, qué bonito ser joven aquí y ahora contigo mientras bailamos esta canción. No te cambio por nada que me ocurra de septiembre a mayo. 

El de 2024 tiene que ser, siguiendo el principio de los años múltiplos de cuatro, un verano feliz. No habrá festivales, no al menos para mí, pero sí amores de verano. De los únicos que me interesan, de los insoportablemente ligeros. Ajenos a toda trascendencia y al tomarse muy en serio, que es siempre la antesala de estropearlo todo.

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