Fluir con el movimiento

Por culpa del pádel soy incapaz de pegar un revés a una mano cada vez que voy a jugar al tenis

Existen dos movimientos recientes de mi -negada- vida deportiva que justifican este texto: un revés a una mano jugando al tenis y un swing de golf mal ejecutado.

Jugué de niño al tenis, a una edad muy temprana, pero rápidamente cambié la amplitud de una interminable pista con pasillos de dobles por una jaula de cemento y moqueta verde. Porque sí, aquí todos hemos visto fotos de Aznar jugando pádel, pero aquí algunos también fuimos pioneros. Y por culpa de aquel cambio de disciplina soy incapaz de pegar un revés a una mano cada vez que voy a jugar al tenis. Mi cuerpo se agarrota. Noto cómo mi muñeca y mis músculos se vuelven rígidos y únicamente son capaces de devolverle la bola a mi rival con un revés cortado. Más tarde, cuando hemos terminado el partido y seguimos peloteando, me olvido del miedo a fallar y disfruto pegando reveses dignos de la aprobación de Federer o Wawrinka, pero soy incapaz de fluir con el movimiento mientras hay algo en juego.

Hace poco me pasó lo mismo jugando un torneo de golf. En el último hoyo, a dos golpes del líder y con opciones de campeonar, decidí agarrar un hierro siete para golpear una bola que tenía la distancia justa para pegar ese palo. Fui decidido al objetivo, no pensaba en otra cosa que en colocar aquella bola en green, y justo cuando me decidí a ejecutar el golpe, volvió a pasar. Un gesto más robótico que técnico hizo que aquella bola se fuera directamente al lago. La perdí para siempre, y con ella todas las posibilidades de acercarme al primer puesto. Joder, otra vez igual. El miedo. El maldito miedo. Pero, ¿a qué? ¿A que algo pueda salir bien? ¿A dejarme llevar por el curso natural de las cosas?

En nuestro día a día vivimos constantemente rígidos. Posamos perfectamente erguidos para la foto. Metemos barriga y nos ponemos bien el pelo. Pero, a la hora de la verdad, las fotos que más nos gustan son en las que salimos riéndonos, despeinados, sin prestarle la más mínima atención a la persona que está capturando ese preciso instante. En ocasiones dejarse llevar no es más que seguir el curso natural de las cosas. Ser el agua que baja, de la montaña al río, para acabar desembocando en el mar.  Ese mar cuya inmensidad azul no es más que un salado ejemplo de la plenitud con la que uno vive cuando fluye sin pensar de más.

Decía Antonio Gala que la felicidad es darse cuenta de que nada es demasiado importante. Por eso algo tan absurdo como mancharse de ketchup comiendo una hamburguesa o fallar una bola no son más que anecdóticas consecuencias del simple hecho de estar haciendo cosas que nos hacen felices. De fluir con el movimiento. No hay que salir con casco a la calle porque exista la posibilidad de que se nos caiga una maceta en la cabeza en cualquier momento. No le pongamos puertas al campo. Soltemos el brazo y peguemos la bola sintiendo cómo sale hacia adelante. Dejándola ir, junto con los miedos, al otro lado de la pista. 

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Jugué de niño al tenis, a una edad muy temprana, pero rápidamente cambié la amplitud de una interminable pista con pasillos de dobles por una jaula de cemento y moqueta verde. Porque sí, aquí todos hemos visto fotos de Aznar jugando pádel, pero aquí algunos también fuimos pioneros. Y por culpa de aquel cambio de disciplina soy incapaz de pegar un revés a una mano cada vez que voy a jugar al tenis. Mi cuerpo se agarrota. Noto cómo mi muñeca y mis músculos se vuelven rígidos y únicamente son capaces de devolverle la bola a mi rival con un revés cortado. Más tarde, cuando hemos terminado el partido y seguimos peloteando, me olvido del miedo a fallar y disfruto pegando reveses dignos de la aprobación de Federer o Wawrinka, pero soy incapaz de fluir con el movimiento mientras hay algo en juego.

Hace poco me pasó lo mismo jugando un torneo de golf. En el último hoyo, a dos golpes del líder y con opciones de campeonar, decidí agarrar un hierro siete para golpear una bola que tenía la distancia justa para pegar ese palo. Fui decidido al objetivo, no pensaba en otra cosa que en colocar aquella bola en green, y justo cuando me decidí a ejecutar el golpe, volvió a pasar. Un gesto más robótico que técnico hizo que aquella bola se fuera directamente al lago. La perdí para siempre, y con ella todas las posibilidades de acercarme al primer puesto. Joder, otra vez igual. El miedo. El maldito miedo. Pero, ¿a qué? ¿A que algo pueda salir bien? ¿A dejarme llevar por el curso natural de las cosas?

En nuestro día a día vivimos constantemente rígidos. Posamos perfectamente erguidos para la foto. Metemos barriga y nos ponemos bien el pelo. Pero, a la hora de la verdad, las fotos que más nos gustan son en las que salimos riéndonos, despeinados, sin prestarle la más mínima atención a la persona que está capturando ese preciso instante. En ocasiones dejarse llevar no es más que seguir el curso natural de las cosas. Ser el agua que baja, de la montaña al río, para acabar desembocando en el mar.  Ese mar cuya inmensidad azul no es más que un salado ejemplo de la plenitud con la que uno vive cuando fluye sin pensar de más.

Decía Antonio Gala que la felicidad es darse cuenta de que nada es demasiado importante. Por eso algo tan absurdo como mancharse de ketchup comiendo una hamburguesa o fallar una bola no son más que anecdóticas consecuencias del simple hecho de estar haciendo cosas que nos hacen felices. De fluir con el movimiento. No hay que salir con casco a la calle porque exista la posibilidad de que se nos caiga una maceta en la cabeza en cualquier momento. No le pongamos puertas al campo. Soltemos el brazo y peguemos la bola sintiendo cómo sale hacia adelante. Dejándola ir, junto con los miedos, al otro lado de la pista. 

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