Fortnite para perdedores

Podría rendirme y dejarles competir por la victoria, pero no, porque a mí lo que me gusta del juego son los intervalos entre partida y partida.

Soy tan malo al Fortnite como a la vida. Siempre despistado, siempre haciendo cosas que no tienen sentido y siempre a mi aire, inconsciente de que a mi alrededor hay gente. Nos matan a todos por mi culpa. “Perdón”, digo yo, sentado en el suelo en frente de la televisión. “Joder, otra vez el puto bohemio”, dice riéndose uno de mis amigos. “No te preocupes, aquí no dejamos a nadie atrás”, dicen entusiasmados los demás. Luego vienen a resucitarme, pero mueren en el intento y perdemos la partida por quinta vez. El Fortnite se me da casi peor que la vida, pero la gente que me rodea (todavía no sé por qué) siempre viene a rescatarme. 

Y volvemos a jugar y yo lo sigo intentando, indolente de mí, hasta que mis amigos se rinden y me declaran oficialmente incapacitado para matar. La siguiente partida nos va algo mejor y quedamos terceros. Yo no mato a nadie. A veces hago alguna asistencia, pero poco más. Esto es cuestión de suerte, de caer en el sitio correcto del mapa, conseguir armas rápido y no encontrarse con ningún profesional. En la vida hay gente sin suerte que se las apaña para sobrevivir y, a veces, hasta se hace con las mejores armas y mata a los ricos. En el juego, los ricos son gente que va vestida de plátano y armas de oro. 

A ratos la comunicación no es tan fluida como debería y eso nos perjudica. Tenemos un amigo jugando desde Valladolid, otros dos en este piso y el último juega desde su ordenador en otro piso de Madrid. El grupo está relativamente compensado: hay dos que llevan años de práctica, otro que es medio bueno, otro que ya lleva unos meses en esto, y luego estoy yo, que no consigo ver de dónde vienen los disparos cuando nos acribillan, confundo a los de mi equipo con el contrario y entro en pánico con facilidad. Podría rendirme y dejarles competir por la victoria, pero no, porque a mí lo que me gusta del juego son los intervalos entre partida y partida. 

Los aprovechamos para preguntarnos por el día, conectar con el amigo que no has visto en unas cuantas semanas, llorar porque el amor de tu vida te ha dejado de contestar o quejarse porque en el trabajo te están explotando de una forma innovadora y delirante. Luego llega la siguiente partida y nos ponemos todos esquizofrénicos para intentar conseguir un arma y empezar a matar. Es raro porque es tan divertido y requiere de tanta concentración que, al rato de estar ahí jugando, se te olvida lo triste que es la imagen: un grupo de adultos de 25 años intentando matar a niños de 16 un martes a las ocho de la noche. 

Hay artículos por ahí hablando de que la generación Z está infantilizada, que somos los que menos salimos de casa, y que tenemos menos sexo que nuestros padres. No sé qué decir, aparte de que probablemente sea verdad, y que nos da igual. Follamos cuando podemos, salimos cuando nos queda dinero para salir y jugamos al Fortnite (a ese juego de niños) porque las cervezas están a tres con cincuenta y no hay persona sin suerte que pueda pagárselas sin comer arroz blanco con maíz el resto del mes. “Vamos”, gritan eufóricos mis amigos. Nos levantamos del sofá y empezamos a saltar por toda la casa. Hemos quedado primeros en la partida y eso se celebra. Porque, en toda su ridícula estampa, esta generación ha aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas, sin darle demasiadas vueltas. Pero eso no aparece en las estadísticas. 

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Podría rendirme y dejarles competir por la victoria, pero no, porque a mí lo que me gusta del juego son los intervalos entre partida y partida.

Soy tan malo al Fortnite como a la vida. Siempre despistado, siempre haciendo cosas que no tienen sentido y siempre a mi aire, inconsciente de que a mi alrededor hay gente. Nos matan a todos por mi culpa. “Perdón”, digo yo, sentado en el suelo en frente de la televisión. “Joder, otra vez el puto bohemio”, dice riéndose uno de mis amigos. “No te preocupes, aquí no dejamos a nadie atrás”, dicen entusiasmados los demás. Luego vienen a resucitarme, pero mueren en el intento y perdemos la partida por quinta vez. El Fortnite se me da casi peor que la vida, pero la gente que me rodea (todavía no sé por qué) siempre viene a rescatarme. 

Y volvemos a jugar y yo lo sigo intentando, indolente de mí, hasta que mis amigos se rinden y me declaran oficialmente incapacitado para matar. La siguiente partida nos va algo mejor y quedamos terceros. Yo no mato a nadie. A veces hago alguna asistencia, pero poco más. Esto es cuestión de suerte, de caer en el sitio correcto del mapa, conseguir armas rápido y no encontrarse con ningún profesional. En la vida hay gente sin suerte que se las apaña para sobrevivir y, a veces, hasta se hace con las mejores armas y mata a los ricos. En el juego, los ricos son gente que va vestida de plátano y armas de oro. 

A ratos la comunicación no es tan fluida como debería y eso nos perjudica. Tenemos un amigo jugando desde Valladolid, otros dos en este piso y el último juega desde su ordenador en otro piso de Madrid. El grupo está relativamente compensado: hay dos que llevan años de práctica, otro que es medio bueno, otro que ya lleva unos meses en esto, y luego estoy yo, que no consigo ver de dónde vienen los disparos cuando nos acribillan, confundo a los de mi equipo con el contrario y entro en pánico con facilidad. Podría rendirme y dejarles competir por la victoria, pero no, porque a mí lo que me gusta del juego son los intervalos entre partida y partida. 

Los aprovechamos para preguntarnos por el día, conectar con el amigo que no has visto en unas cuantas semanas, llorar porque el amor de tu vida te ha dejado de contestar o quejarse porque en el trabajo te están explotando de una forma innovadora y delirante. Luego llega la siguiente partida y nos ponemos todos esquizofrénicos para intentar conseguir un arma y empezar a matar. Es raro porque es tan divertido y requiere de tanta concentración que, al rato de estar ahí jugando, se te olvida lo triste que es la imagen: un grupo de adultos de 25 años intentando matar a niños de 16 un martes a las ocho de la noche. 

Hay artículos por ahí hablando de que la generación Z está infantilizada, que somos los que menos salimos de casa, y que tenemos menos sexo que nuestros padres. No sé qué decir, aparte de que probablemente sea verdad, y que nos da igual. Follamos cuando podemos, salimos cuando nos queda dinero para salir y jugamos al Fortnite (a ese juego de niños) porque las cervezas están a tres con cincuenta y no hay persona sin suerte que pueda pagárselas sin comer arroz blanco con maíz el resto del mes. “Vamos”, gritan eufóricos mis amigos. Nos levantamos del sofá y empezamos a saltar por toda la casa. Hemos quedado primeros en la partida y eso se celebra. Porque, en toda su ridícula estampa, esta generación ha aprendido a disfrutar de las pequeñas cosas, sin darle demasiadas vueltas. Pero eso no aparece en las estadísticas. 

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