Fuimos Super Saiyans

Cada día, después de ver a Goku, subía a mi habitación y cerraba la puerta.

Nuestra religión era Dragon Ball, y venerábamos a Goku. La misa se celebraba el sábado por la mañana en el chalet que mi padre tenía alquilado en Tudela de Duero. Mi hermano y yo nos levantábamos alrededor de las 10 y bajábamos en pijama hasta la mesa del salón. Teníamos el pelo revuelto y el sol entraba fuerte por la ventana. Tazón grande, leche con dos cucharas de Cola Cao y Frosties a puñados. Encendíamos la televisión. Creo que poníamos la Cuatro. Al otro lado de la mesa, sobre la pantalla, la imagen de un dibujo animado que salió de Japón y conquistó el mundo. Fue una sorpresa para su creador, Akira Toriyama, que ha muerto a principios de marzo de una hemorragia cerebral aguda. Tenía 68 años. No le conocía, pero me tragué sus dibujos hasta hartarme y siento que un pedazo de su imaginación se ha quedado incrustado en mi personalidad y me acompaña siempre. 

Soy enemigo de la nostalgia porque tengo muy poca memoria. He vivido momentos traumáticos de los que no me acuerdo y tengo historias maravillosas de las que solo guardo un detalle, una imagen, un olor. Me gustaría decir que con Dragon Ball es diferente, pero no. De aquellos años viendo a Goku vencer a sus enemigos siempre al límite de sus fuerzas solo me ha quedado una leve sensación de felicidad. Era la felicidad de un niño que podía huir de un mundo cada vez más complejo a través de aquel señor de pelo alborotado que siempre salvaba el día con la humildad de un monje budista. 

Creo que tengo algo de Goku dentro de mí y creo que mis amigos están cortados por el mismo patrón. Hay algo en nuestra generación que nos unifica. Quizás se nota demasiado, pero entre mis ellos se destila mucho ser estúpido hasta que la situación se complica, y ya entonces, tranquilamente, sin venirse arriba, uno de nosotros despliega unas habilidades que estaban ahí escondidas desde que vimos a Goku convertirse en Super Saiyan por primera vez. Fue cuando uno de los malos (Freezer) mató a Krilin, un señor pequeño y calvo con seis puntos en la cabeza que era muy tonto y muy simpático. Luego ese amigo salva el día, él se queda tan contento, y el resto disfrutamos viéndole tan contento porque ha tenido su momento de gloria. 

—Se ha muerto el creador de Dragon Ball— le digo a uno de mis compañeros de piso. 

—Ya— me dice, indiferente. 

—¿Tú lo veías?

—No. 

—¿Cómo que no?

—Que no, no. Nunca me llamó la atención— dice antes de volver a la cocina a prepararse un caldo riquísimo y unas tiras de pollo con una salsa marroquí picante. 

Joder. Pues nada. Esta conversación me dejó un poco decepcionado. ¿Y si a nadie le importa Goku, y si la gente se ha olvidado ya de aquella vez en la que Goku se da la vuelta, ve a sus amigos y su familia, sonríe y se sacrifica por el equipo llevándose al malo a explotar fuera de la galaxia en la que viven? No lo concibo, así que entro en los comentarios del artículo que anuncia su muerte y la gente escribe: “Aguarda en el cielo a que reunamos las bolas de dragón para devolverte a la vida… Maestro, gracias por todo”. Hay otro, un poco intenso quizás, que dice: “Nunca la muerte de un creador me había afectado tanto. Gracias por tantos y tan buenos momentos, sensei”. 

Cada día, después de ver a Goku, subía a mi habitación y cerraba la puerta. Solo lo hacía una vez, pero tenía que hacerlo al menos una vez. Era imposible resistir la tentación de intentarlo. ¿Y si salía? ¿Y si conseguía hacer el kamehameha? Ponía las manos detrás de la espalda como si estuviera sujetando una bola de tenis, fruncía el ceño y adelantaba las manos mientras decía en voz muy bajita “kame, hame, haaa”. Nunca pasaba nada. Me quedaba con la mirada perdida, observando a través de la ventana las casas de aquella comunidad de chalets dispuestos en forma de cuadrado. Pronto saldrían el resto de niños a jugar al patio central, y a lo mejor no podía ser Super Saiyan, pero cada vez se me daba mejor hacer el caballito con la bicicleta. 

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Costumbres

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Cada día, después de ver a Goku, subía a mi habitación y cerraba la puerta.

Nuestra religión era Dragon Ball, y venerábamos a Goku. La misa se celebraba el sábado por la mañana en el chalet que mi padre tenía alquilado en Tudela de Duero. Mi hermano y yo nos levantábamos alrededor de las 10 y bajábamos en pijama hasta la mesa del salón. Teníamos el pelo revuelto y el sol entraba fuerte por la ventana. Tazón grande, leche con dos cucharas de Cola Cao y Frosties a puñados. Encendíamos la televisión. Creo que poníamos la Cuatro. Al otro lado de la mesa, sobre la pantalla, la imagen de un dibujo animado que salió de Japón y conquistó el mundo. Fue una sorpresa para su creador, Akira Toriyama, que ha muerto a principios de marzo de una hemorragia cerebral aguda. Tenía 68 años. No le conocía, pero me tragué sus dibujos hasta hartarme y siento que un pedazo de su imaginación se ha quedado incrustado en mi personalidad y me acompaña siempre. 

Soy enemigo de la nostalgia porque tengo muy poca memoria. He vivido momentos traumáticos de los que no me acuerdo y tengo historias maravillosas de las que solo guardo un detalle, una imagen, un olor. Me gustaría decir que con Dragon Ball es diferente, pero no. De aquellos años viendo a Goku vencer a sus enemigos siempre al límite de sus fuerzas solo me ha quedado una leve sensación de felicidad. Era la felicidad de un niño que podía huir de un mundo cada vez más complejo a través de aquel señor de pelo alborotado que siempre salvaba el día con la humildad de un monje budista. 

Creo que tengo algo de Goku dentro de mí y creo que mis amigos están cortados por el mismo patrón. Hay algo en nuestra generación que nos unifica. Quizás se nota demasiado, pero entre mis ellos se destila mucho ser estúpido hasta que la situación se complica, y ya entonces, tranquilamente, sin venirse arriba, uno de nosotros despliega unas habilidades que estaban ahí escondidas desde que vimos a Goku convertirse en Super Saiyan por primera vez. Fue cuando uno de los malos (Freezer) mató a Krilin, un señor pequeño y calvo con seis puntos en la cabeza que era muy tonto y muy simpático. Luego ese amigo salva el día, él se queda tan contento, y el resto disfrutamos viéndole tan contento porque ha tenido su momento de gloria. 

—Se ha muerto el creador de Dragon Ball— le digo a uno de mis compañeros de piso. 

—Ya— me dice, indiferente. 

—¿Tú lo veías?

—No. 

—¿Cómo que no?

—Que no, no. Nunca me llamó la atención— dice antes de volver a la cocina a prepararse un caldo riquísimo y unas tiras de pollo con una salsa marroquí picante. 

Joder. Pues nada. Esta conversación me dejó un poco decepcionado. ¿Y si a nadie le importa Goku, y si la gente se ha olvidado ya de aquella vez en la que Goku se da la vuelta, ve a sus amigos y su familia, sonríe y se sacrifica por el equipo llevándose al malo a explotar fuera de la galaxia en la que viven? No lo concibo, así que entro en los comentarios del artículo que anuncia su muerte y la gente escribe: “Aguarda en el cielo a que reunamos las bolas de dragón para devolverte a la vida… Maestro, gracias por todo”. Hay otro, un poco intenso quizás, que dice: “Nunca la muerte de un creador me había afectado tanto. Gracias por tantos y tan buenos momentos, sensei”. 

Cada día, después de ver a Goku, subía a mi habitación y cerraba la puerta. Solo lo hacía una vez, pero tenía que hacerlo al menos una vez. Era imposible resistir la tentación de intentarlo. ¿Y si salía? ¿Y si conseguía hacer el kamehameha? Ponía las manos detrás de la espalda como si estuviera sujetando una bola de tenis, fruncía el ceño y adelantaba las manos mientras decía en voz muy bajita “kame, hame, haaa”. Nunca pasaba nada. Me quedaba con la mirada perdida, observando a través de la ventana las casas de aquella comunidad de chalets dispuestos en forma de cuadrado. Pronto saldrían el resto de niños a jugar al patio central, y a lo mejor no podía ser Super Saiyan, pero cada vez se me daba mejor hacer el caballito con la bicicleta. 

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