Gastrohartos de las Gastrochapas

El Huevo se conoce que era la joya de la corona y que no podíamos dejar de tomarlo.

El otro día volvíamos de la despedida de soltera de mi prima por una de las autopistas radiales españolas. Tras un finde de excesos y celebración - y porque éramos cinco primos hambrientos y con ganas de prolongar la fiesta - decidimos buscar un sitio para comer por el camino, en lugar de correr dirección Madrid. La comida fue de las más surrealistas de mi vida, y lo que en ella ocurrió me ha convencido para escribir por fin esto. Es decir, que se nos ha ido a todos la pinza con las gastrochapas.

Elegimos el sitio por puntuación y reseñas de google. Tras desviarnos 5 minutos por un paisaje de viñedos y pureza mesetaria, llegamos al lugar de los hechos: bastantes coches, un camión, hotel. Aquí se debe comer bien, pensamos. Y acertamos, nos dieron bien de comer. El problema fueron algunos detalles que empezaron a desfilar. Junto a tortilla, oreja o croquetas, convivían en el menú zamburiñas y gyozas. Estos dos platos fuimos casi obligados a pedirlos y,  bueno, como somos gente simpática, pues allí que nos tomamos unas volandeiras y unas empanadillas japonesas, en medio de Castilla. Y a nuestro lado, un señor con vino de frasca y gaseosa. De segundo tomamos diferentes piezas de carne a la brasa y estaban bien, sin ser tampoco memorables.

El caos sobrevino durante los postres. Yo quería un poco de piña digestiva - no tenían - y en cambio nos sugirieron torrija, la inevitable tarta de queso, y El Huevo. Lo pedimos todo, otra vez. El Huevo se conoce que era la joya de la corona y que no podíamos dejar de tomarlo. Nos lo trajeron a la mesa y la camarera nos obligó, primero, a prestarle toda nuestra atención y, luego, a que escucháramos una solemne chapa sobre la morfología del trampantojo en cuestión, consistente en una bola de helado de chocolate blanco bañada en una capa crocante de más chocolate blanco. Efectivamente, el objeto-postre era de forma oval y tenía el color marfil de algunos huevos, reposando sobre una especie de tropezones marrones (que supongo imitaban a un nido). Al fin, satisfecha, nos vio ya suficientemente preparados o instruidos en asuntos hueviles y, antes de retirarse, nos advirtió de que no osáramos cascar El Huevo de cualquier prosaica manera, sino que lo teníamos que degustar (sic) tras practicarle a la nacarada superficie unas precisas incisiones longitudinales. Pese a todo, El Huevo estaba bastante bueno, la verdad. Más tarde, cuando pagamos y nos disponíamos a irnos, se puso muy ceremoniosa otra vez para pedirnos una reseña en google maps. Mi primo Javi, que es un caballero, les valoró con un cinco de cinco y la publicó al momento. 

La camarera no tiene culpa alguna de toda esta escena, más allá de cierto gusto por escucharse a sí misma. Allí de verdad cocinan bien e intentan ser profesionales, mejorar cada día, y sin duda actúan con toda su buena intención y ganas de resultar profesionales. Pero lo intentan en una dirección muy molesta. La gente normal no queremos parafernalias, no queremos ser sorprendidos continuamente y, sobre todo, no queremos que nos den una homilía cada vez que nos sentamos a tomar dos croquetas, un honesto filete y un trocito de piña natural. A veces uno quiere simplemente comer, no degustar. Que algo no sea impresionante sino más bien normal. Es como ver a un mago muy pesado haciendo trucos: si no se espacian los tachaaaan y aun encima solicitan aplausos sin cesar, se acaba harto de la chistera, del conejo y de todos los magos con forma de huevo del mundo.

Sospecho que todo empezó con la malinterpretación de la cocina molecular de los 90. La palabra de Ferrán Adriá, que se supone que debía librarnos del fritanga y el exceso de ajo, más bien se usó para ensayar una performance hasta para servir pan con tomate, como denunciaron Santi Santamaría o David de Jorge, Robin Food. 

Pero la culpa la tenemos los comensales. Nos dejamos atiborrar de programas de cocina, especialmente después de cenar, y seguimos viéndolos sin excepción. ¿Quién tiene estómago para ver a artistas del fogón cocinar 25 platos inmediatamente después de haber comido?1 Nos castigan con innumerables recetas cada vez que abrimos instagram o, peor, con tipos diciendo “esto está brutal” mientras arrasan con hamburguesas gigantescas y crudas, siempre manchándose de salsa chipotle o mayonesa trufada. 

Uno de estos deglutidores que provocan sustos al abrir youtube es un tal Cenando con Pablo, creador de contenido que se compra polos que le van pequeñísimos, y que hace poco mantuvo una polémica tuitera con Eric Vernacci. Es este Vernacci, por lo que veo, un crítico gastronómico tradicional, que conduce un coche deportivo, presume de pel de ric y tiene bastante gusto y recato. Vernacci se atrevía a señalar que Pablo no goza de muy buenos modales y que, además, grabarse engullendo una pizza de oreja y torreznos es bastante asqueroso (o que, en todo caso, no debería ser tratado como lo mismo que comer en un tres estrellas parisino). Pablo contraatacó aludiendo a los pocos seguidores que, en comparación, tiene su (supuesto) homólogo Vernacci. No sé cual es la frontera de la horterada, pero intuyo que se sitúa por aquí cerca, cerca de que te expliquen cómo degustar El Huevo o con jerarquizar a la gente, sin rubor, según su nivel de repercusión online. 

Cuando por fin nos íbamos del restaurante de carretera, ya casi vacío, mi prima Esther y yo escuchamos a nuestra espalda el grito jubiloso: “¡Chicos, tenemos una reseña, yujuuu!”. Nos miramos entre la vergüenza ajena y la comprensión con el personal de aquel sitio. El sol caía a plomo sobre el asfalto castellano, mientras el país entero se preparaba para otro verano repleto de gastroaventuras. Yo solo quería un poco de piña digestiva.

1 Me acordé y localicé esta columna de Javier Marías. Reproduzco un fragmento:
Un pequeño y agradable pueblo marino, asolado –como todos– por masas interesadas sólo en comer a dos carrillos (los insoportables programas de cocina de las televisiones no hacen sino reflejar la realidad de numerosos compatriotas: gente que ha dejado de lado casi cualquier inquietud para dedicarse a engullir animalescamente).

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Gastronomía

Gastrohartos de las Gastrochapas

El Huevo se conoce que era la joya de la corona y que no podíamos dejar de tomarlo.

El otro día volvíamos de la despedida de soltera de mi prima por una de las autopistas radiales españolas. Tras un finde de excesos y celebración - y porque éramos cinco primos hambrientos y con ganas de prolongar la fiesta - decidimos buscar un sitio para comer por el camino, en lugar de correr dirección Madrid. La comida fue de las más surrealistas de mi vida, y lo que en ella ocurrió me ha convencido para escribir por fin esto. Es decir, que se nos ha ido a todos la pinza con las gastrochapas.

Elegimos el sitio por puntuación y reseñas de google. Tras desviarnos 5 minutos por un paisaje de viñedos y pureza mesetaria, llegamos al lugar de los hechos: bastantes coches, un camión, hotel. Aquí se debe comer bien, pensamos. Y acertamos, nos dieron bien de comer. El problema fueron algunos detalles que empezaron a desfilar. Junto a tortilla, oreja o croquetas, convivían en el menú zamburiñas y gyozas. Estos dos platos fuimos casi obligados a pedirlos y,  bueno, como somos gente simpática, pues allí que nos tomamos unas volandeiras y unas empanadillas japonesas, en medio de Castilla. Y a nuestro lado, un señor con vino de frasca y gaseosa. De segundo tomamos diferentes piezas de carne a la brasa y estaban bien, sin ser tampoco memorables.

El caos sobrevino durante los postres. Yo quería un poco de piña digestiva - no tenían - y en cambio nos sugirieron torrija, la inevitable tarta de queso, y El Huevo. Lo pedimos todo, otra vez. El Huevo se conoce que era la joya de la corona y que no podíamos dejar de tomarlo. Nos lo trajeron a la mesa y la camarera nos obligó, primero, a prestarle toda nuestra atención y, luego, a que escucháramos una solemne chapa sobre la morfología del trampantojo en cuestión, consistente en una bola de helado de chocolate blanco bañada en una capa crocante de más chocolate blanco. Efectivamente, el objeto-postre era de forma oval y tenía el color marfil de algunos huevos, reposando sobre una especie de tropezones marrones (que supongo imitaban a un nido). Al fin, satisfecha, nos vio ya suficientemente preparados o instruidos en asuntos hueviles y, antes de retirarse, nos advirtió de que no osáramos cascar El Huevo de cualquier prosaica manera, sino que lo teníamos que degustar (sic) tras practicarle a la nacarada superficie unas precisas incisiones longitudinales. Pese a todo, El Huevo estaba bastante bueno, la verdad. Más tarde, cuando pagamos y nos disponíamos a irnos, se puso muy ceremoniosa otra vez para pedirnos una reseña en google maps. Mi primo Javi, que es un caballero, les valoró con un cinco de cinco y la publicó al momento. 

La camarera no tiene culpa alguna de toda esta escena, más allá de cierto gusto por escucharse a sí misma. Allí de verdad cocinan bien e intentan ser profesionales, mejorar cada día, y sin duda actúan con toda su buena intención y ganas de resultar profesionales. Pero lo intentan en una dirección muy molesta. La gente normal no queremos parafernalias, no queremos ser sorprendidos continuamente y, sobre todo, no queremos que nos den una homilía cada vez que nos sentamos a tomar dos croquetas, un honesto filete y un trocito de piña natural. A veces uno quiere simplemente comer, no degustar. Que algo no sea impresionante sino más bien normal. Es como ver a un mago muy pesado haciendo trucos: si no se espacian los tachaaaan y aun encima solicitan aplausos sin cesar, se acaba harto de la chistera, del conejo y de todos los magos con forma de huevo del mundo.

Sospecho que todo empezó con la malinterpretación de la cocina molecular de los 90. La palabra de Ferrán Adriá, que se supone que debía librarnos del fritanga y el exceso de ajo, más bien se usó para ensayar una performance hasta para servir pan con tomate, como denunciaron Santi Santamaría o David de Jorge, Robin Food. 

Pero la culpa la tenemos los comensales. Nos dejamos atiborrar de programas de cocina, especialmente después de cenar, y seguimos viéndolos sin excepción. ¿Quién tiene estómago para ver a artistas del fogón cocinar 25 platos inmediatamente después de haber comido?1 Nos castigan con innumerables recetas cada vez que abrimos instagram o, peor, con tipos diciendo “esto está brutal” mientras arrasan con hamburguesas gigantescas y crudas, siempre manchándose de salsa chipotle o mayonesa trufada. 

Uno de estos deglutidores que provocan sustos al abrir youtube es un tal Cenando con Pablo, creador de contenido que se compra polos que le van pequeñísimos, y que hace poco mantuvo una polémica tuitera con Eric Vernacci. Es este Vernacci, por lo que veo, un crítico gastronómico tradicional, que conduce un coche deportivo, presume de pel de ric y tiene bastante gusto y recato. Vernacci se atrevía a señalar que Pablo no goza de muy buenos modales y que, además, grabarse engullendo una pizza de oreja y torreznos es bastante asqueroso (o que, en todo caso, no debería ser tratado como lo mismo que comer en un tres estrellas parisino). Pablo contraatacó aludiendo a los pocos seguidores que, en comparación, tiene su (supuesto) homólogo Vernacci. No sé cual es la frontera de la horterada, pero intuyo que se sitúa por aquí cerca, cerca de que te expliquen cómo degustar El Huevo o con jerarquizar a la gente, sin rubor, según su nivel de repercusión online. 

Cuando por fin nos íbamos del restaurante de carretera, ya casi vacío, mi prima Esther y yo escuchamos a nuestra espalda el grito jubiloso: “¡Chicos, tenemos una reseña, yujuuu!”. Nos miramos entre la vergüenza ajena y la comprensión con el personal de aquel sitio. El sol caía a plomo sobre el asfalto castellano, mientras el país entero se preparaba para otro verano repleto de gastroaventuras. Yo solo quería un poco de piña digestiva.

1 Me acordé y localicé esta columna de Javier Marías. Reproduzco un fragmento:
Un pequeño y agradable pueblo marino, asolado –como todos– por masas interesadas sólo en comer a dos carrillos (los insoportables programas de cocina de las televisiones no hacen sino reflejar la realidad de numerosos compatriotas: gente que ha dejado de lado casi cualquier inquietud para dedicarse a engullir animalescamente).

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