Llegó el terror y la crispación desapareció. Nadie pregunta a quién vota al otro ni su opinión sobre ningún tipo de cuestión política. No hay tiempo para andar desperdiciándolo en cosas menores, en personas que no están a la altura, en cargos que no nos llegan a la suela de los talones. Solo hay lugar para las manos que conducen furgonetas, coches y camiones en dirección a las zonas más afectadas, que cargan escombros en las palas, bolsas llenas de garrafas de agua, ropa, alimentos y lo que haga falta con tal de ayudar al otro. Manos que organizan a través de redes sociales y grupos wasap toda la ayuda posible. Todo desinteresadamente y bajo la premisa de que allí, al lado del Mar Mediterráneo, donde tantas tardes el sol doró nuestra piel y el mar nos dio descanso, hay adolescentes, padres, abuelas y niños que viven en sus carnes una pesadilla de la que tardarán mucho en despertarse.
La respuesta social a la catástrofe se estudiará en los libros de historia de las próximas generaciones. Desde los que se apretaron el cinturón para poder donar, hasta los que cuando quisieron darse cuenta empezaron a movilizar toneladas de ayuda. Todos, del primero al último, son héroes. Porque quien tiene transporte no es nada sin el que se lo llena, quien no puede meter el vehículo en el barro no es nada sin los que caminan y, así, hasta formar una cadena y llegar a las casas de las personas que esperan a que alguien pase por su calle un poco cargado para poder tener algo con lo que lavarse, llenarse el estómago y prepararse para el día siguiente.
Pero entre tanto reproche, entre tanto escombro y desgracia, hay un rayo de esperanza. Y es que hay una juventud, durante tantos años criticada, machacada y denostada, que ahora mismo es la punta de lanza de la ayuda humanitaria. No sé cuánta gente entre veinte y treinta años está movilizando todo lo que tiene. Compras, coches, camiones y furgonetas para bajar a Valencia a echar una mano. Y lo hacen porque sus valores no les permiten mirar hacia otro lado, por una cuestión de principios, porque en un rincón de su país hay gente que lo ha perdido todo y les está esperando. Desde hace una semana, la generación de cristal, de los móviles y de las redes sociales ha dado un paso al frente y ha puesto un punto en la boca de todos aquellos que la fustigaban. Han roto todos los moldes para dar un puñetazo encima de la mesa y dejar claro que España está a buen recaudo, porque solo necesitan la llamada de sus ciudadanos para salir de casa, recorrer los kilómetros que haga falta y echar una mano. El cristal se ha convertido en hierro para aquellos que dudaban. Otros siempre tuvimos claro que estaríamos a la altura de las circunstancias.