Historial de peluqueros

Pelarse con Dani era no tener ni pajolera idea de la vida.

El viernes pasado fui al gimnasio por la mañana y pequé de hombre adormilado. Me dejé los auriculares en casa fruto de una caraja mañanera, así que me tocó soportarme a mí mismo durante un par de horas. El camino se me hizo largo, pero al pasar por la peluquería de la que soy cliente, me dio por hacer un recuento de los peluqueros que he tenido. 

Uno con el tiempo le tiene más aprecio a su pelo. No sabe cuánto le va a durar ni cuándo será el último corte. Además, debes encontrar a una persona de confianza para que te maneje como a una de esas muñecas que vendían cuando era pequeño para hacerles mechas. Elegir peluquero es parecido a preparar una boda, el resultado debe importarte a ti, pero también piensas en qué le parecerá a los demás. No sé cuántas veces me casaré (no le deseo esa tortura a ninguna mujer), pero he tenido más peluqueros que Isabel Preysler maridos.

Mi primer peluquero fue mi padre. Recuerdo llorar como un descosido mientras me pasaba una maquinilla para dejarme la cabeza como una bola de billar. Mientras le cortaba el pelo a uno, los demás hermanos esperábamos en el pasillo previo a la cocina como si del corredor de la muerte se tratara. Esa tortura duró hasta los catorce años, cuando decidí ponerme por primera vez en manos de un profesional. En su defensa diré que ha sido el peluquero más barato al que he ido. También el único que me ha tenido que rapar al mínimo debido a un trasquilón. El segundo, el primero con título, fue José María, el peluquero del barrio. Le llamé un par de veces José Luís -soy muy malo para los nombres- y recuerdo que no le hizo mucha gracia. El bueno de José María, José Luís para los amigos, se jubiló hace poco y dejó al barrio huérfano de peluquería. El siguiente peluquero era un tipo calvo muy simpático, Nono. Me peló únicamente durante un año y recuerdo que venía su mujer a la peluquería para organizar la luna de miel. Espero -y deseo- que aquel matrimonio durara más que los preparativos de aquel viaje de novios. La cuarta peluquería fue una franquicia que había dentro de El Corte Inglés, mis hermanos se cortaban el pelo allí y yo iba a ser menos. Jony, el peluquero, iba para mecánico de fórmula 1. El tipo sacaba la lengua a lo Jordan y te pelaba en unos cincos minutos, un genio en lo suyo. Aquella peluquería cerró, y con ella mis cortes de pelo express.

Con la mayoría de edad sólo recuerdo haber ido a tres peluqueros, uno de ellos no cuenta porque sólo fui una vez y me dejó hecho un Cristo. Pero el siguiente me marcaría para toda la vida. Pelarse con Dani era no tener ni pajolera idea de la vida. Como si Jordi Wild se hiciera peluquero y tuvieras que aguantar que sabe de todo mucho más que tú. ¿Por qué? Porque sí. Y punto. El cabrón tenía la solución para el correcto funcionamiento del país, sabía por qué Marcos Llorente no encajaba en el Madrid cuando llegó del Alavés y qué sistema le venía bien al Cádiz para subir a primera. Sabías que el corte iba a ser impecable, pero aguantar esa chapa durante veinte minutos no merecía la pena en absoluto.  Ahora que me pela Martín -al principio creía que se llamaba Matías- mi vida ha cambiado a mejor. Es un peluquero tipo Guti, tiene sus días, pero es un encanto. Buena conversación, algo carero, pero sería al único de todos los citados anteriormente al que le dejaría regar mis plantas. 

Ahora que está en el aire el mudarme de ciudad, me acojona pensar que tengo que buscar una peluquería nueva. ¿Cómo se elige a un peluquero? ¿Qué tarifa es la estándar en esa ciudad? Tengo amigos que usan una app en la que eliges hora y lugar para que te corten el pelo. Una especie de tinder de flequillos. Me niego a jugarme el cabello en una cita a ciegas. Además, ahora que las peluquerías están en alza, es fácil toparse con algunos locales horteras llenos de estanterías con gomina para la barba y decoración retro que te cobran la friolera de treinta eurazos por el corte. Me conformo con poco, un lugar sobrio que tenga dos sillones y un espejo grande por el que se pueda interactuar con el señor que lee cualquier revista mientras espera su turno. Que el peluquero sea un sieso, lleve bata y no acepte tarjeta.

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Pelarse con Dani era no tener ni pajolera idea de la vida.

El viernes pasado fui al gimnasio por la mañana y pequé de hombre adormilado. Me dejé los auriculares en casa fruto de una caraja mañanera, así que me tocó soportarme a mí mismo durante un par de horas. El camino se me hizo largo, pero al pasar por la peluquería de la que soy cliente, me dio por hacer un recuento de los peluqueros que he tenido. 

Uno con el tiempo le tiene más aprecio a su pelo. No sabe cuánto le va a durar ni cuándo será el último corte. Además, debes encontrar a una persona de confianza para que te maneje como a una de esas muñecas que vendían cuando era pequeño para hacerles mechas. Elegir peluquero es parecido a preparar una boda, el resultado debe importarte a ti, pero también piensas en qué le parecerá a los demás. No sé cuántas veces me casaré (no le deseo esa tortura a ninguna mujer), pero he tenido más peluqueros que Isabel Preysler maridos.

Mi primer peluquero fue mi padre. Recuerdo llorar como un descosido mientras me pasaba una maquinilla para dejarme la cabeza como una bola de billar. Mientras le cortaba el pelo a uno, los demás hermanos esperábamos en el pasillo previo a la cocina como si del corredor de la muerte se tratara. Esa tortura duró hasta los catorce años, cuando decidí ponerme por primera vez en manos de un profesional. En su defensa diré que ha sido el peluquero más barato al que he ido. También el único que me ha tenido que rapar al mínimo debido a un trasquilón. El segundo, el primero con título, fue José María, el peluquero del barrio. Le llamé un par de veces José Luís -soy muy malo para los nombres- y recuerdo que no le hizo mucha gracia. El bueno de José María, José Luís para los amigos, se jubiló hace poco y dejó al barrio huérfano de peluquería. El siguiente peluquero era un tipo calvo muy simpático, Nono. Me peló únicamente durante un año y recuerdo que venía su mujer a la peluquería para organizar la luna de miel. Espero -y deseo- que aquel matrimonio durara más que los preparativos de aquel viaje de novios. La cuarta peluquería fue una franquicia que había dentro de El Corte Inglés, mis hermanos se cortaban el pelo allí y yo iba a ser menos. Jony, el peluquero, iba para mecánico de fórmula 1. El tipo sacaba la lengua a lo Jordan y te pelaba en unos cincos minutos, un genio en lo suyo. Aquella peluquería cerró, y con ella mis cortes de pelo express.

Con la mayoría de edad sólo recuerdo haber ido a tres peluqueros, uno de ellos no cuenta porque sólo fui una vez y me dejó hecho un Cristo. Pero el siguiente me marcaría para toda la vida. Pelarse con Dani era no tener ni pajolera idea de la vida. Como si Jordi Wild se hiciera peluquero y tuvieras que aguantar que sabe de todo mucho más que tú. ¿Por qué? Porque sí. Y punto. El cabrón tenía la solución para el correcto funcionamiento del país, sabía por qué Marcos Llorente no encajaba en el Madrid cuando llegó del Alavés y qué sistema le venía bien al Cádiz para subir a primera. Sabías que el corte iba a ser impecable, pero aguantar esa chapa durante veinte minutos no merecía la pena en absoluto.  Ahora que me pela Martín -al principio creía que se llamaba Matías- mi vida ha cambiado a mejor. Es un peluquero tipo Guti, tiene sus días, pero es un encanto. Buena conversación, algo carero, pero sería al único de todos los citados anteriormente al que le dejaría regar mis plantas. 

Ahora que está en el aire el mudarme de ciudad, me acojona pensar que tengo que buscar una peluquería nueva. ¿Cómo se elige a un peluquero? ¿Qué tarifa es la estándar en esa ciudad? Tengo amigos que usan una app en la que eliges hora y lugar para que te corten el pelo. Una especie de tinder de flequillos. Me niego a jugarme el cabello en una cita a ciegas. Además, ahora que las peluquerías están en alza, es fácil toparse con algunos locales horteras llenos de estanterías con gomina para la barba y decoración retro que te cobran la friolera de treinta eurazos por el corte. Me conformo con poco, un lugar sobrio que tenga dos sillones y un espejo grande por el que se pueda interactuar con el señor que lee cualquier revista mientras espera su turno. Que el peluquero sea un sieso, lleve bata y no acepte tarjeta.

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