Lo más cerca que he estado de eso tan vanidoso de la trascendencia sucedió durante mis prácticas universitarias, que, pese a mi formación periodística, se produjeron en un periódico. Entre las múltiples funciones asignadas, con la que más me divertí fue aquella que más me horrorizó de primeras. No sé si verían en mí cierto don para el misticismo, pero de todos los becarios de la redacción, fue a mí a quien encargaron programar cada viernes el horóscopo, que se publicaba ese mismo domingo, saludando a la semana a punto de empezar.
No es que yo fuese un pitoniso en ciernes a los 21 años. Para el correcto desempeño de la adivinación ajena me servía de un macroexcel inacabable, que había que ver aquello, una especie de plantilla gigante llena de celdas y colores con tres categorías principales: Salud, trabajo y amor. Mi labor consistía en ser muy ordenado y muy metódico para saber colocar tal consejo hoy por aquí y mañana por allá, de tal modo que lo publicado ayer para géminis en materia amorosa no fuese replicado para virgo en siete días. La tarea presumía de un absoluto desprecio por el lirismo y la creatividad. Mi función era, simplemente, tener ojo burocrático para copiar y pegar las celdas del excel en su debido orden, como habían hecho tantos becarios antes de mí y como estaban llamados a hacerlo los siguientes.
Yo siempre sospeché que aunque hubiese repetido veredicto zodiacal nadie se hubiese enterado. Nunca me dijeron nada al respecto, lo cual es una anomalía si trabajas en un periódico. Vivir en una redacción, para aquellos que nunca hayan estado, consiste en exigir o acatar -según la condición de cada cual- cambios a cada párrafo constantemente. Pero esto era distinto. El horóscopo era ajeno a esa manía coercitiva y pronto nos hicimos mejores amigos.
Y así, poco a poco, le fui perdiendo el miedo a meter mano, a fuerza de creer invisible mi implicación y de paso la sección entera. Cada viernes iba añadiendo apuntes de mi propia cosecha. Por aburrimiento, claro está, que es como empiezan todas las revoluciones en el mundo cuando no es por amor.
Al principio aportaba cambios sutiles, pequeños matices imperceptibles. Si la chica que me gustaba en la época era una sagitario empedernida, yo me tomaba la licencia de añadir que la máxima compatibilidad de su signo se daba con piscis, que es el mío. Si me enteraba, por ejemplo, de que esa misma chica no me hacía ni caso porque estaba coladita por un chico, yo hacía todo lo posible por enterarme del horóscopo del susodicho. Y así pasaba, que poco a poco acababa cambiando enterito el párrafo original de la plantilla, y me atrevía a afirmar con toda rotundidad, casi convencido de ello, que a ninguna sagitario se le ocurriese en lo sucesivo verse con un capricornio bajo riesgo extremo de contagio de una ETS irreversible.
Las pequeñas modificaciones iniciales fueron siendo exageradas cada vez un poquito más. Para esto del tremendismo y la sobreactuación siempre me he sentido muy capacitado. Los primeros días, si la plantilla decía que ibas a tener suerte en lo económico, yo reescribía No salgas de ningún bar sin comprar un décimo de lotería, que este año el gordo se lo lleva un leo.
También me daba el gusto de obrar con caridad, no todo iba a ser putear. Lo hacía por lo que se hace prácticamente todo a esa edad, para presumir delante de los amigotes y para impresionar a las chicas. Y cuando la madre de algún colega estaba pasando una época complicada, yo escribía que se iba a recuperar y que ya vería como en quince días todo tendría otro color. Y se lo mandaba sibilinamente, como quien no quiere la cosa, a sabiendas de que en el bajón cualquier cariño viene bien.
No todo era vicio y perversión, ya digo. Los cambios, que no tardaron en resultar hiperbólicos, los introducía con extremo descaro tanto para tranquilizar conciencias como para atormentarlas. Y como siguieron pasando las semanas y nadie me decía nada, aquello tomó un rumbo delirante. No había un martes tranquilo. El horóscopo decía que te hacían jefe de la empresa o se te moría una hermana. Nada de términos medios. Bien pudiera ser que una semana conocieses al amor de tu vida que a la siguiente te iban a detectar un tumor en el cerebro irreversible, y cada minuto sin rehacer el testamento era un minuto perdido. Si yo lo único que pretendía era que España le dijese más veces a su más pareja te quiero, que nunca sabemos cuando puede ser la última.
Sucedió lo inevitable, claro. Empezaron a llegar quejas, lamentando las más la deriva sensacionalista e irrespetuosa de la sección. Algunas acusaban al periódico de frivolizar con el destino de millones de personas, como si de mis ocurrencias dependiese la vida sexual de una señora de Santander, ya vés tú.
Lo del volumen de las protestas debió ser bastante gordo, o por lo menos así me lo hizo saber mi jefe de sección, a la sazón responsable de mis prácticas. La persona encargada de dirimir si mi periplo todavía académico era superado con éxito o suspendido. Del que dependían los créditos, vaya.
Y se ve que la bromita no le hizo ni pizca de gracia al hombre. En fin, falta mucha cultura humorística en este país. Que quién me creía, que dónde me pensaba que estaba, esas cosas. Nada que no se dijese por un mal titular. Pero un mal titular no implicaba la desproporcionada decisión tomada para conmigo y, sobre todo, con el sentido del espectáculo por el que había apostado la sección.
Me acabaron echando del periódico, no aprobé las prácticas, y tuve que buscarme otras en verano para conseguir los créditos correspondientes. Por graciosete. Pero al menos aquella chica nunca se lió con un capricornio.