Irse

Córdoba, 31 de julio, cinco de la tarde. Un hombre baja la calle intentando alcanzar su sombra, pero al otro lado de los cristales nadie oye sus pasos, ni el furor de las chicharras ni el ruido de los condensadores. Ahora que el termómetro de la plaza ha muerto, el calor ha dejado de ser un número.

—¿Dónde va ese ahora? La madre que lo parió—. Los más veteranos charlan ya con los brazos cruzados. Se lo han ganado. Los jóvenes son incapaces de controlar la euforia mientras limpian por última vez la sala. El cartel de «cerrado por vacaciones» saliendo por la impresora. Los camareros de los dos bares de la calle han sobrevivido a otro año infinito y están deseando desaparecer. Lo necesitan.

Sus caras de alegría contrastan con el rictus febril de las fachadas. Las sillas de las terrazas llevan horas ardiendo. Ya no sirven para sentarse. La seriedad del metal se ha vuelto absurda. Yo los miro desde mi tienda como los niños miran las cabalgatas. Me están alegrando el día. Todavía me alegra la alegría de los demás. Estoy orgulloso de eso.— ¡Vente pacá!—Me grita Julián enseñándome una cerveza. Cierro y me uno a ellos. Imposible decir que no.

Dentro ya andan medio descamisados y pletóricos. Unos recogen, otros reponen, alguien ha puesto música, yo intento no estorbar. Nadie va a regalar ni un minuto más. El momento va a durar hasta que el encargado eche la llave y todos vuelen hasta septiembre como las cigüeñas. Pero mientras dura, soy testigo de la emoción. Llevan un año poniendo cafés a gente que tiene prisa. Dando los buenos días a gente que no responde. Digiriendo el mal humor ajeno y reprimiendo el propio. Poniendo una sonrisa en sus caras de cansancio. Poniendo el lomo a calentar bien temprano en la mañana. Sacando el orgullo de barrio y la fuerza de las entrañas. Levantando el negocio de otro. Ya nada puede pararlos. La cerveza sigue fluyendo. Todos hablan de sus planes y blasfeman y cantan. Porque están jodidos o poco les falta. Ya casi está. Las monedas tintinean. Todo cuadra. Las persianas a media asta. Un último brindis. ¡A tomar por culo!

Vuelvo a lo mío. Los veo irse y sus espaldas son la puerta del verano. Se alejan hacia un agosto de playas familiares, siestas refrigeradas y cubatas de chiringuito. Tras de sí, la calle enferma, mi tienda vacía, un hombre que mastica chicle de una manera exagerada y dos palomas que beben por turnos de la boca de riego.

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