La banda sonora de nuestras vidas

Mientras conduzco, en un acto reflejo, miro de reojo hacia el asiento del copiloto, como un vecino cotilla, y la veo cantar en voz baja, casi susurrando, una canción que me encanta.

Eran las diez de la mañana del domingo pasado. Tee del uno y todo por decidir en una mañana disfrutona de golf con amigos. Hago un par de swings de práctica, visualizo el sitio  donde quiero mandar mi bola (spoiler: nunca va a ese sitio) y, cuando me preparo para golpear, mi cabeza empieza a tararear una melodía que no sale de mi cabeza desde hace unos días.

Si a partir de aquí este artículo fuese una obra de teatro o una película, el siguiente acto, la próxima escena, empezaría en un viaje en coche. Justo el sitio en el que, mentalmente, me encontraba antes de golpear la primera bola del día. Un punto de partida perfecto para contar una historia. Porque diez minutos en carretera dan para mucho, más todavía para darle forma a una idea. 

Cierro los ojos y recuerdo la escena a la perfección. Eran las nueve y veinte de la tarde de un domingo (últimamente todo pasa los domingos) y el sol se escondía como un niño tras haber roto un jarrón, poquito a poco y en silencio. Mientras conduzco, en un acto reflejo, miro de reojo hacia el asiento del copiloto, como un vecino cotilla, y la veo cantar en voz baja, casi susurrando, una canción que me encanta. Sonrío por dentro. No quiero que me pregunte el porqué de esa medio sonrisa bobalicona, así que presiono mis labios fuertemente para protegerme.

Es curioso cómo, a partir de ese momento, esa canción deja de ser de uno. Durante un viaje a Nueva York, esa misma canción estuvo sonando en mis auriculares casi diez días. Observaba los rascacielos y paseaba por las largas avenidas neoyorquinas con esa melodía sonando constantemente. Era mi “canción del viaje”. Pero mi memoria ha decidido que ahora también la va a ligar a ese corto trayecto en coche. Pero, sobre todo, de alguna manera, me hará viajar en el tiempo. 

Meri Olmedo resumió a la perfección todo esto en un texto que leí hace poco (los buenos hacen eso, resumir): “Te das cuenta de que la vida pasa cada vez que vuelve a sonar esa canción -que forma parte de tu playlist de habituales- porque esta vez le has cambiado el significado y te vuelves a centrar en lo que dice su letra, que diciendo lo mismo, se ha transformado”.

Siempre he visto películas en las que el científico de turno fantasea con crear una máquina para viajar al pasado. ¿No viajamos ya en el tiempo cada vez que escuchamos una canción que nos gusta? (Lo que vivimos nadie nos lo va a quitar). Hay canciones que nos llevan a un viaje con amigos, a personas, a vivencias pasadas que pican sólo con recordarlas. Porque tenemos música para todo: para el gimnasio, para ir a la biblioteca, para trayectos en carretera; joder, si hasta los ascensores tienen la suya propia. 

Puede que, de una forma casi absurda, hayamos ido moldeando la banda sonora de nuestras vidas (gracias Carolina Durante por escribir una de mis primeras estrofas favoritas). Como si nos hubiésemos puesto como meta musicalizar cada cosa que vivimos. Pero es que es verdad, hay una canción para todo.

Me encanta pensar en qué sitio estarán las personas a las que observo en el autobús mientras escuchan música. No sé si viajan al día de su boda escuchando la versión a piano de esa canción que tanto les gustaba a los dos, a aquel viaje a Sagres con amigos a ritmo de los Kchiporros o, simplemente, a cualquier otra parte.

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Mientras conduzco, en un acto reflejo, miro de reojo hacia el asiento del copiloto, como un vecino cotilla, y la veo cantar en voz baja, casi susurrando, una canción que me encanta.

Eran las diez de la mañana del domingo pasado. Tee del uno y todo por decidir en una mañana disfrutona de golf con amigos. Hago un par de swings de práctica, visualizo el sitio  donde quiero mandar mi bola (spoiler: nunca va a ese sitio) y, cuando me preparo para golpear, mi cabeza empieza a tararear una melodía que no sale de mi cabeza desde hace unos días.

Si a partir de aquí este artículo fuese una obra de teatro o una película, el siguiente acto, la próxima escena, empezaría en un viaje en coche. Justo el sitio en el que, mentalmente, me encontraba antes de golpear la primera bola del día. Un punto de partida perfecto para contar una historia. Porque diez minutos en carretera dan para mucho, más todavía para darle forma a una idea. 

Cierro los ojos y recuerdo la escena a la perfección. Eran las nueve y veinte de la tarde de un domingo (últimamente todo pasa los domingos) y el sol se escondía como un niño tras haber roto un jarrón, poquito a poco y en silencio. Mientras conduzco, en un acto reflejo, miro de reojo hacia el asiento del copiloto, como un vecino cotilla, y la veo cantar en voz baja, casi susurrando, una canción que me encanta. Sonrío por dentro. No quiero que me pregunte el porqué de esa medio sonrisa bobalicona, así que presiono mis labios fuertemente para protegerme.

Es curioso cómo, a partir de ese momento, esa canción deja de ser de uno. Durante un viaje a Nueva York, esa misma canción estuvo sonando en mis auriculares casi diez días. Observaba los rascacielos y paseaba por las largas avenidas neoyorquinas con esa melodía sonando constantemente. Era mi “canción del viaje”. Pero mi memoria ha decidido que ahora también la va a ligar a ese corto trayecto en coche. Pero, sobre todo, de alguna manera, me hará viajar en el tiempo. 

Meri Olmedo resumió a la perfección todo esto en un texto que leí hace poco (los buenos hacen eso, resumir): “Te das cuenta de que la vida pasa cada vez que vuelve a sonar esa canción -que forma parte de tu playlist de habituales- porque esta vez le has cambiado el significado y te vuelves a centrar en lo que dice su letra, que diciendo lo mismo, se ha transformado”.

Siempre he visto películas en las que el científico de turno fantasea con crear una máquina para viajar al pasado. ¿No viajamos ya en el tiempo cada vez que escuchamos una canción que nos gusta? (Lo que vivimos nadie nos lo va a quitar). Hay canciones que nos llevan a un viaje con amigos, a personas, a vivencias pasadas que pican sólo con recordarlas. Porque tenemos música para todo: para el gimnasio, para ir a la biblioteca, para trayectos en carretera; joder, si hasta los ascensores tienen la suya propia. 

Puede que, de una forma casi absurda, hayamos ido moldeando la banda sonora de nuestras vidas (gracias Carolina Durante por escribir una de mis primeras estrofas favoritas). Como si nos hubiésemos puesto como meta musicalizar cada cosa que vivimos. Pero es que es verdad, hay una canción para todo.

Me encanta pensar en qué sitio estarán las personas a las que observo en el autobús mientras escuchan música. No sé si viajan al día de su boda escuchando la versión a piano de esa canción que tanto les gustaba a los dos, a aquel viaje a Sagres con amigos a ritmo de los Kchiporros o, simplemente, a cualquier otra parte.

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